martes, 8 de noviembre de 2016

Dolce vendetta

El hombre entró en la tienda. Era un venerable anciano; tenía los rasgos de quien ha llegado a su debido tiempo al arrabal de senectud. La tienda parecía silenciosa. Oscura y olorosa a azafrán y otras especias, era imposible no perderse para encontrarla y no hallarse a gusto en ella cuando se la encontraba. El licenciado, detrás del mostrador, con su gorro frigio y sus manos frías de momia milenaria, alzaba el rostro cadavérico de contumaces pómulos para comprobar el éxito de la combinación de los átomos. Por la puerta salían los vapores de los milagros y los ungüentos. Un globo terráqueo de época ptolomeica, un incunable de la Tebaida, treinta y dos húsares de la reserva de 1875, ejemplares en miniatura, la bata facultativa, los exipientes hidrosolubles, el cartabón, el retrato de la esposa muerta por gripe a la moda española, un harén privado y un hamman público, todo esto y puede que algo más tenía el boticario en su tienda. 
-Buenos días-dijo el anciano viajero.
-Buenos días-respondió el viejo boticario.
Y se quedaron mirando uno al otro, como si reflejase sus respectivas imágenes un espejo de enormes dimensiones, un gran espejo donde pudiera auscultarse el dolor, el gran espejo del mundo. 
-Jacob-balbuceo el hombre errante- he venido en son de paz.
-No es necesario que me expliques nada-dijo el boticario. Algunas veces, los hermanos pelean.

Y retomaron la partida de ajedrez que habían empezado allá cuando la campaña de los húsares,  reserva 1875.


Imagenes cortesía de Pixabay

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