viernes, 30 de octubre de 2015

Los primos

-Mira, allí,  allí. -Jörg señalaba al vacío,  muy lejos, más allá del horizonte. Bandadas de estorninos cruzaban el cielo; algunas nubes colgaban de la montaña, ensombreciendo el pueblo asentado en su valle. Pero, aparte de esto, nada. María fijó la vista a donde apuntaba el dedo de su compañero. Mientras, Jörg le robaba un beso en la mejilla, y María, ruborizada, se tapaba la cara con las trenzas, dos rayos de sol que le alcanzaban la cintura y que hoy llevaba adornadas con lazos rojos, por ser día de fiesta en la región. 
-¡Tramposo, embustero!-gritó la niña, una vez se hubo recuperado de la conmoción. 
María y Jörg se habían criado juntos desde muy pequeños. El infortunio había llegado a la familia del muchacho cuando no había cumplido los dos años. La madre de María y el padre de Jörg eran hermanos y, por tanto,  María y Jörg eran primos en primer grado. Abuelos y abuelas, cuñados y cuñadas, hijos e hijas, primos y primas, sobrinos y sobrinas habitaban la misma casa en buena armonía.  La madre de Jörg poseía una belleza espectacular;  precisamente el padre de Jörg la había conocido porque presidía el comité que la había nombrado reina de la feria de ganado de septiembre. El día de la proclamación, por la tarde, el padre de Jörg la montó sin resistencia en la grupa de su mula parda y la llevó consigo para hacerla su esposa, propósito al que ella se entregó con la misma inercia con la que más tarde dio a luz al primer y último vástago de su menguada prole. Sobra decir que a la legendaria hermosura de la madre de Jörg no acompañaba un intelecto luminoso; parecía que se le hubieran escapado los sesos por los encantadores hoyuelos dobles que en sus carrillos se formaban al sonreír. Por eso hizo lo que hizo, aunque nosotros no la vamos a juzgar. ¡El cielo nos libre de tamaño atrevimiento! Sigamos, pues, con el cuento, que no llegamos. El padre de María era afilador, tornero, herrero, y dicen que en su juventud había sido filibustero. Entonces y después fue embustero, y mucho. Llegó a la aldea con un carromato colmado de mercachifles varios, lociones, ungüentos,  lidimentos y jabones que exponía en la plaza del mercado (sin licencia). Parecía buhonero,  y de los malos. Lo mismo juraba que curaba la calvicie que la rinitis o la sinusitis, el pie de atleta y los sudores fríos. Y luego se iba con una bicicleta, de calle en calle (dos o tres rúas entonces podían contarse), con su flauta y su reclamo: "Afiloooooooooooo y reparooooooooo". Acertó,  por casualidad, a pasar una madrugada por la puerta de la casa de la madre de María,  que a la sazón frisaba los treinta,  y seguía tan soltera como una dama de compañía. Su hermano menor retoño ya tenía,  el infante Jörg, y con más razón la moza entrada en años se dijo "ésta es la mía". Ojeó al viajante, hizo pose de tísica, se desmayó,  cayó en brazos del otro, y cuando despertó seguía siendo vieja (para la época,  estamos hablando de un siglo muy anterior al nuestro) mas ya no moza. Y claro, tuvo que casarse, por mucho que en la misma noche nupcial descubriera qué clase de hombre había por marido. ¡Las uñas de las manos le llegaban al suelo y atesoraba roña en los oídos! La madre de María a punto estuvo (y esta vez sin fingirlo) de perder el sentido. Aún así tragaron todos, abuelos y abuelas, cuñados y cuñadas, hijos e hijas,  primos y primas, sobrinos y sobrinas.  Sobrinas, sí,  porque nació,  cuando Jörg llevaba un año en el mundo, María. María era como una flor, y Jörg, una especie de abejorro que junto a ella siempre revoloteaba. Inevitables son algunos destinos, y el de estos primos fue el de dormir en la misma cuna desde el primer día, respirar el olor del uno en el otro, compartir el baño en la tina de latón y comer de la misma cuchara. ¡Ay! Mientras,  los mayores progresaban en sus relaciones de intimidad. ¡Los matrimonios estaban muy compenetrados! ¡Qué bien se entendían cuñadas y cuñados! Sobre todo la madre de Jörg y el padre de María. Parece increíble que este último, ser horriblemente feo y alma monstruosa, pudiera conquistar la voluntad de la beldad descerebrada, aunque dicen que con Venus la diosa y Vulcano ocurrió lo mismo. En pocas palabras, entraron en tratos (carnales) bajo las mismas narices de los pobres hermanos sus respectivos esposos, quienes les habían acogido y proporcionado techo, alimento y abrigo en un tiempo en que nada de eso existía,  y si se hallaba, costaba más de mil maravedíes en plata. Al cabo, los cornudos descubrieron este poco lucrativo y muy deshonroso comercio cuando sintieron ruidos como de puercos hozando en el granero. -¡Pero si no tenemos puercos!- exclamó el padre de Jörg.  -¡Uno sí hay, aunque ropas de hombres viste!- respondióle la madre de María.  -Hermana, espera, voy a hacerlos salir.- dijo el padre de Jörg. - Con cuidado, pueden estar endemoniados- respondió la hermana,  temblando. -Según gritan, es preciso un exorcismo- observó el padre de Jörg.  -¡Sácalos de ahí ahora mismo!- chilló la hermana, y se desmayó. Al padre de Jörg se le ocurrió una idea incendiaria, y fue a por su tea. Prendió la paja, ardió como estopa, y pronto el granero fue envuelto por las llamas...Ni rastro de los puercos. En su lugar, desnudos y chamuscados,  aún ardientes, los cuñados.
Fue lástima ver partir al buhonero y su buscona. Ella montaba en el carro y él tiraba, a falta de jumento. A ella, que era muy rubia, el cabello se le había vuelto ceniciento, no de limpiar, como la princesa de aquel otro cuento, sino de manchar el buen nombre de su marido (que mencionado no hemos, por cierto). A él,  avieso jorobado, habíale crecido una nueva protuberancia en la espalda, no de trabajar,  sino porque era ahí el indigno lugar donde se le acumulaban los negros humores de su maldad. Quedaron los hermanos peor que viudos, cada uno a cargo del fruto de su amor mundano y nunca, nunca, nunca jamás se volvieron a casar. Tenían demasiado temor a los incendios...Y ahora volvamos a nuestra historia en el punto en que la fuimos a dejar.
Jörg había cumplido dieciséis años en abril; María, quince aquel otoño (no sabía exactamente cuándo,  porque le tomó varias semanas o meses el peregrinaje a través del canal del parto). Jörg era una réplica masculina y vigorosa de su madre, mas mostrábase inteligente y vivo como un ratón de campo. Además,  poseía la vista de un águila y el olfato de un perro de presa. Sus cabellos platino, muy suaves y levemente ondulados,  caían sobre los hombros. Ojos grandes, muy azules, con el centro dorado, que siempre reían.  Nariz pequeña y respingona sobre una boca naturalmente sensual que se abría para mostrar unos dientes simétricos de extraordinario fulgor. Dos hoyuelos por mejilla, impronta de profunda ingenuidad (hay listos muy tontos, yo también soy uno de ellos). La piel tostada de campesino ocultaba partes no expuestas de una palidez lechosa, y allí circulaban venas amarillas, verdes y azules cuya contextura hubiera sido muy bien apreciada en la Corte...De tanto ejercitarse corriendo por los prados tras sus ovejas,  el enfermizo Jörg habíase tornado saludable y, aunque no recio, sí podría llamársele bien formado. En cuanto a la altura, no la sé,  pero creo que le sacaba cabeza y media a su prima, y que ésta se burlaba de él con frecuencia, diciéndole que cuando él cumpliese diecinueve y ella dieciocho, llegarían parejos.
-Querida prima, ¿Qué quieres decir con que llegaremos parejos? La expresión se puede interpretar de varias formas...
Lo que Jörg deseaba de verdad era que esa frase significara "llegar a ser la pareja de María". ¡Qué diantres! ¡Su marido! Y si podía ser antes de los diecinueve suyos y los dieciocho de ella, mejor.
Y es que María era todavía más bonita que la madre de Jörg. El muchacho no se acordaba de su progenitora, pero había visto un retrato de ella pintado al óleo. Uno muy chiquito,  casi una miniatura,  que había descubierto en el cajón del escritorio donde su padre despachaba a los peones. Así,  comprendió que el callado y cabizbajo autor de sus días,  hombre todavía joven y en absoluto desgarbado, seguía enamorado de la que fue su esposa. Muy linda, sí,  pero no tanto como su María. Menos mal que no había salido a su padre, del que la gente decía le daba bastante aire al campanero de Nuestra Señora de París. Pero si bien Quasimodo resultaba ser tan bueno como la Bestia en el fondo,  o como algún  que otro vampiro redimido, el padre de María era sencillamente un íncubo. En cambio ella, ¡Qué culpa tenía! Jörg gustaba de imaginar que María estaba en su madre antes de que llegase el buhonero,  y que esa extraña historia sobre el largo camino a través del canal del parto significaba que la joven se había desempeñado sola, sin ayuda de nadie, hasta llegar a la salida (cualquiera que ésta fuese). Posiblemente habría nacido por la coronilla de su tía,  o por la axila derecha, lugares calientes donde poner un nido...Sus teorías se confirmaban en la ausencia de parecido físico con el íncubo.  María se parecía a su madre, que era rubia (aunque no tanto como la suya propia) y carirredonda. La nariz fina, al igual que los labios; los dientes un poco grandes pero preciosos, cosa que ella sabía y cuando carcajeaba abría sus mandíbulas de par en par, y comenzaba la fiesta de tonos marfiles y rosas. ¡Y las orejas! Tan redonditas,  con esos lóbulos pegados al cuello. No tenía hoyuelos ni venas finas. María era morena de suyo y, cuando llegaba la época del pasto, se volvía más morena todavía.  El contraste entre el pelo claro y la piel oscura era indescriptible. Pero lo más llamativo es que había sacado los ojos de su tío,  el padre de Jörg: agitanados,  con un Lucero en el fondo, tal como fueron aquellos otros antes de haber vivido, amado, sufrido, y perdido.
Ni María ni Jörg sabían que formaban parte de este bodevil, debido seguramente a que no reparaba más que en los efectos de su amistad recíproca sobre sus espíritus, inflamados de un cariño más sincero que el de sus padres, un cariño tan puro y tan cierto como que amanecía y anochecía cada día,  que el lago glaciar se helada a principios de noviembre y que la tez de María semejaban una rica onza de chocolate con leche. Como quiera que el ambiente en la casa era grave y triste (el padre de Jörg había dejado de hablar y la madre de María no paraba de suspirar), los primos trasponían a las faldas de la montaña con un rebaño diminuto compuesto por las ovejas que los pastores ya no querían: ovejas mondas, cojas,  viejas, sarnosas,  estropajosas,  purulentas, locas e incluso escrofulosas. María teníales grande lástima y consideraba que merecían también sus afectos. De alguna manera le recordaban a su padre, a quien nunca conoció,  pero del que su madre hacía tan constante y fidelísima descripción que no pudo encontrar mejor parentesco que con sus pobres rumiantes moribundas. María sólo poseía la mitad del corazón;  no lo sabía,  pero la otra pertenecía a su primo Jörg. Y ambas mitades, perfectas y simétricas,  brillaban como el oro, pues muy nobles eran: ninguno de los primos guardaba rencor hacia sus padres. Es más,  estábanles agradecidos de su llegada al pueblo, porque sin su presencia ellos no hubieran sido (Jörg se enteró de que la procreación requería del consorcio de dos, aunque todavía no comprendía qué tenía que ver en ello el canal del parto, cuán largo era éste y por dónde aventuraba a asomar la criatura). Gustó entonces de imaginar que él y María apacentaban un rebaño de hijos, y tanto gustó,  que cierta vez soñó con los chicuelos. ¡Horror! ¡Eran monstruosos! Carirredondos, sí, con crines albas, también,  pero ciertamente jorobados, con muchos y minúsculos ojos en el rostro,  grandes quijadas de molares regastados y pezuñas en lugar de manos. Casi un quinquenio pasó Jörg alejado de su prima, por si acaso las tentaciones (se había enterado de que si por él era tocada, podía quedar embarazada). María lloraba y lloraba, porque explicación a la actitud de su amado Jörg no encontraba. Ninguno de los dos sabía leer (en aquellos tiempos...), así que consultó a un curandero que moraban en el bosque. El curandero era un hombre muy excepcional: sabía contar hasta mil sin respirar. Se alimentaba de bayas y hojas frescas de cedro y su pelo flotaba en el espacio aunque no hubiera viento. Bien mirado, no era mal parecido: descendiente de indio de la India podía haber sido. Muy cultivado, porque en toda la extensión del reino (un reino de leyenda, que ni existió ni ha existido) nadie, ni siquiera el gobernador, ni mucho menos el prior (entregados al vicio y al fornicio,  sean éstos lo que sean) ninguno digo, había en sus anaqueles lo que el druida enseñó a María. Cuadrado, algo pesado, volátiles pliegos de papel muy fino (no se usaba, por aquél entonces, aún el pergamino ) con dibujos en apariencia pecaminosos pero ¡tan hermosos!: un libro. Mostrábase en todo su esplendor la anatomía humana. ¡Todo tenía explicación! ¡El canal del parto era el canal del amor! María se ruborizó, pero su innata morenez ocultó la turbación que sentía,  y el curandero la inició en los secretos que por tanto tiempo se le habían ocultado. Tan bien lo hizo,  que la joven regresó a la aldea, cantando y sintiéndose como no se había sentido en años. No bien hubo llegado a la casa, llamó a Jörg a grandes voces. -Ha salido, dijo su madre, dando un resoplido. María fuelo a buscar al prado y en efecto, con su piara de ovejas se encontraba. María se regocijó grandemente, y se sentó al lado de su primo tocándole un poquillo la frente. -No te hayas de asustar, primo, que un golpe mío no te va a engordar, ni uno tuyo a mí tampoco...sin embargo, hay que casar. Cuanto antes seamos marido y mujer, antes conoceremos la dicha. ¿No crees? -Sí- respondió Jörg, extasiado. El encuentro con el curandero fue obviado, y el cura de prisa llamado. ¿Quién iba a pensar? Todos creían que los enamorados,  de amor, no podían esperar...
Nueve meses después nació un niño. Tenía una apariencia extraordinaria: respiraba una vez de cada mil, sus cabellos flotaban en el espacio, aunque no hubiera viento, y diríase descendiente de indio de la India. Bien mirado, no era mal parecido,  pero sus gustos resultaban ciertamente extraños: se alimentaba de hojas de cedro y agua de bayas...-¡Qué hijo tengo! ¡Qué hijo tengo!-se decía el infeliz padre putativo,  aspirante a señor de los ciervos. -¡Suerte la mía que no haya salido al padre de María!



lunes, 26 de octubre de 2015

El secreto

Cuarenta años hace
que guardo este secreto.
Él,  estudiante,
yo, bibliotecaria
de la Biblioteca Nacional de España.
Venía de una noble familia
de campesinos salmantinos
y fue discípulo de Machado.
En Madrid estaba para hacer su doctorado.
¡Pequeños ahorros tenía!
Quinientas fanegas de trigo en oro
y algunas Letras del Tesoro.
Y a esta fortuna sumaba
su belleza escultórica.
¡Apolo redivivo!
Ojos negros, sí,  como el carbón de encina,
nariz romana, correcta en forma,
labios morunos, profundamente rojos,
blancos dientes, sí,  como la luna.
Una y otra vez el estudiante acudía
buscando el mismo sitio,
el mismo banco, la misma silla,
la misma lámpara.
No pensaba sino en su cum laude.
¿Le esperaría alguna muchacha en Salamanca?
Nunca una mirada hacia mí había dirigido
pero yo ya le quería
como quieren las amapolas
al sol que las abrasa.
¡Algo tenía que hacer!
Corría el curso escolar
y junio aparecía en el calendario
como un signo de mal fario.
Llegando mayo deslicé
una nota en su bolsillo.
"En el barranco del Lobo te esperaré".
Cuando la última luz se apagó
y el último libro coloqué
en el estante
corriendo, sin aliento, embozada
para de nadie ser reconocida
en el barranco del Lobo me aposté.
Allí nadie me esperaba.
Era temprano todavía.
Apenas las diez.
¡Ay, si yo hubiera sabido!
A tiempo estuviera de haber huido.
De pronto un aullido tétrico,  demoledor,
una sombra que se ampliaba.
Mi corazón quedó paralizado.
El estudiante junto a mí se hallaba.
Me susurraba palabras y juramentos
mientras a mi cuello se acercaba.
Sus dientes eran como cuchillas
que en mi carne se clavaban.
A tal distancia de Madrid
mis gritos no serían oídos,
así que recurrí
a la única arma que poseía:
"Por piedad, déjame marchar".
"¿Por qué? ", preguntóme el lobo.
"Porque te amo, y siempre te amaré".
Y así embozada,  cubriendo mis carnes desnudas,
vergüenza sintiendo
casi exánime llegué a mí posada.
No mucho después nació una criatura
cuyo padre jamás volví a ver.
Dicen que en Salamanca
procurador en Cortes es...




jueves, 22 de octubre de 2015

Riley

Un esfuerzo mnemónico profundo saca a Riley de mis recuerdos.  Mujer alta, seca, sin formas, cual árbol sin hojas, pura corteza. Ojos negros, brillantes como puñales, en los que se concentraba la vida que en el cuerpo inerte se resistía. Cabello largo, como una noche de invierno, que recogía en sencillo moño sin lazo, y para dormir desataba y ordenaba en dos trenzas perfectamente simétricas. Jamás se cepillaba;  ni siquiera tocador tenía,  ni peines ni espejos de alpaca en toda la extensión de su cuarto, que ocupaba, en calidad de heredera, la última planta. Para terminar con su prosopopeya, diré que Riley era inteligente en grado sumo: a los cuatro años dominaba las lenguas extintas; a los ocho las que aún eran habladas en toda la extensión de la tierra. Con doce años formulaba ensayos científicos y con quince componía sinfonías y dibujaba maravillosos paisajes salidos de su imaginación. Aún se conserva uno en la casona: es un lago de aguas rojizas, orillado por juncos verdes y amarillos inclinados ante un pie que los pisa sin hacerles daño. El pie, también verde y amarillo, se dirige hacia el agua, mientras las gotas salpican y parecen mojar al espectador. El efecto es tan realista que dan escalofríos. En la otra orilla, seres acuáticos,  mitad anfibios, mitad humanos, esperan al pie que ha iniciado el camino hacia ellos...
Riley era mi hermana. ¡Pero qué diferente a mí,  dioses del cielo, y yo qué diferente a ella! Era la mayor, y durante muchos años, la única. Mis padres perdieron la esperanza de concebir un nuevo hijo, el ansiado varón,  y testaron a favor de ella todos sus bienes. Querían protegerla porque ya sabían que Riley no se casaría nunca, y no pensaron que quizás...
Llegué,  finalmente,  contra todo pronóstico. Rubia, gordezuela, bobalicona, con una hechura bajo mi traje de la campana menor de la iglesia de San Patricio. Desprovista de patrimonio y de ingenio, me educaron para servir a mi marido. ¡Pero yo ansiaba ser como Riley! Me colaba en su cuarto, me ponía sus  vestidos, estudiaba sus paletas de pintor, leía -sin comprender- sus partituras o examinaba durante horas los líquidos de las probetas de su laboratorio. ¡Tenía tantos libros! En una ocasión quise coger uno, y se me vino encima la repisa. El ruido alertó a Riley y como por arte de magia voló desde el jardín hasta la biblioteca. Allí estaba yo, con una expresión culpable en el rostro y la frente contusionada por el golpe. Nunca olvidaré sus ojos.  ¡Parecían cuchillas! No dijo nada a nuestros padres, pero desde entonces la puerta de su alcoba siempre estaba guardada con llave.
Sí...ahora me viene...el fuego verde. Era la tarde de mi noveno cumpleaños. Mamá había invitado a la tía Linda de Sussex y a sus niños. Me encantaba su pequeña familia. Los mayores eran más o menos de mi edad y a los bebés los cuidaba, les cambiaba e incluso les daba el biberón. Jugando estábamos en el jardín trasero cuando algo en la última planta llamó mi atención. Un diminuto incendio se había declarado en las habitaciones de Riley,  sólo que las llamas eran de un verde intenso, y no desprendían humo. Un gemido inhumano se alzaba muy nítido en el cielo. Pensé que Riley estaba en peligro y corrí,  corrí, por las escaleras de caracol del servicio. Mis primos me llamaban...no los oía. Únicamente quería liberar a Riley de su cárcel de volutas verdes. Cuando llegué, la puerta estaba cerrada por dentro. Las llamas lamían los batientes sin quemarlos; la intensidad de los gemidos había aumentado. "¡Riley! ", grité. Tomé impulso y me dejé caer contra la puerta una, dos, tres veces. A la cuarta, las hojas se abrieron y me encontré en el centro del dormitorio: Riley yacía con un extraño ser del color de las llamas que había visto desde el jardín.  Mi inocencia me impedía entender lo que estaba sucediendo. Sólo supe que la fricción de sus cuerpos provocaba el incendio, y que aquellos dos no debían quererse mucho,  ya que de esa forma espantosa gritaba mi hermana;  no poco daño debían estar haciéndole. Así pues, creyendo que la salvaba, y superando por amor el miedo que la criatura me producía, me lancé sobre ella y mordíle con toda mi alma. Con asco, sentí cómo se desprendía el bocado, piel y escamas. La criatura aulló y sin dejar de correr saltó al tejado, y desde allí al estanque, donde desapareció.
Poco después,  en la época en la que florecen los cerezos, se celebró un baile en la casona. Parecía increíble,  pero Riley la intelectual,  Riley la incorpórea,  Riley la celestial,  iba a comprometerse con un oficial de la marina. ¡Menuda noticia! ¡Ella que nunca había salido de su cuarto! ¡Ella que sólo había conocido a dos hombres: su viejo preceptor y su padre! Las gentes se hacían lenguas del jugoso chisme. La solterona Riley,  con sus caderas rectilíneas, menos fértiles que el desierto de Atacama, la fea Riley, con su cara alargada y pálida de pez luna, iba a casarse. ¿Y quien sería el afortunado? En cambio la hermanita, la tonta,  ésa era una delicia, un scone con mantequilla...
Odiaba todos esos comentarios, porque me dolía que se burlaran de mi hermana. Riley poseía un espíritu superior y estaba por encima de cualquier crítica. Yo no sólo la consideraba lista, sino además muy bella; poseía lo que me faltaba a mí,  y mucho más,  e iba a ser muy dichosa con el hombre que había elegido. Comenzaba a cogerle cariño por el cariño que le profesaba Riley...
Como digo, se celebró el baile de compromiso. El ujier iba anunciando a los hombres por la derecha y a las mujeres por la izquierda y en el pasillo central se daban la mano y se dirigían hacia el bufé. Cuando nombraron al prometido de Riley...se me heló la sangre en las venas. Salió un minuto antes que ella, y en ese tiempo pude examinarle bien. ¡Era la criatura bajo apariencia humana! Sus mismos rasgos, su misma complexión, sus mismos ojos sin párpados,  y una discreta venda cubriendo la herida que mi boca le había hecho...
Después de la boda, jamás volví a verlos. De esto hace tanto...pero no puedo evitar pensar en ese cuadro en la casona,  en el pie verde y amarillo que caminaba hacia el lago de aguas rojas, buscando sumergirse en su destino. Ella nunca fue real, ella era ese cuadro, ese pie, ese anfibio que hay también bajo mi piel rosada, en apariencia humana. Pero como ya he dicho, éramos muy diferentes: ella eligió la libertad, yo la tierra y mi ridículo disfraz de mendiga. Una historia a cambio de una moneda...


martes, 20 de octubre de 2015

Megara

Contemplando estos caminos extasiada
incertidumbre, vuelvo a ti.
Envuelta en mil velos, escondida,
disfrazada de mendiga y huyendo
me he asomado
a la escalinata del ágora
y no estabas allí.
Pregunté en el mercado.
¿Dónde se halla el oikistes de la barba negra
y los ojos lucientes?
"Fundando una ciudad",
respondióme la florista.
"En el mundo, ése es su cometido".
Y suspiraba de amor un poco
ruborizándose su lechoso rostro.
¡Oh, ostrakon que me expulsó de mi patria!
¡Tú,  héroe,  y yo proscrita!
Todo comenzó hace veinticinco años.
Nací en aristocrática cuna, pero al cabo
mis padres murieron,  y
me criaron extraños, lejanos parientes
por parte de mi madre Olimpia.
Decíanse sucesores de Alejandro
supervivientes a la matanza de Casandro.
Entre éstas y otras mentiras crecí,
aumentando en hermosura
y menguando en fortuna.
¡Los malvados parientes la querían toda para sí!
¡Oh, Zeus tonante,  no hay castigo para ellos!
Me expulsaron de mi casa como a un perro.
Era invierno;  nevaba, sangraban mis pies y mis dedos.
Corrí hacia la nada, porque me envolvían
el misterio de las sombras y la niebla,
que me cegaba.
Hasta tal punto lloraba y se agitaba mi ser,
que no sentí cómo dos brazos me agarraban; en ellos
me desvanecí.
Sólo tenía nueve años
cuando el amor conocí
en unos ojos que cuando mis ojos se abrieron
besáronme en silencio.
Me estremecí.
Era un joven de unos quince años,
pero ya con la hechura de un hombre.
Me pareció más hermoso que Apolo:
júzguenlo ustedes mismos.
Miren este retrato.
Apeles de Cos dicen que lo hizo.
Parece que respira...
¡Por los dioses, no me sentencien todavía!
Escuchen, clemencia es virtud de jueces
y paciencia atributo de sabios.
Cuando llegué a la edad núbil nos casamos
y vivimos un tiempo en la casa paterna
hasta que mi esposo completara el servicio militar.
Pronto comenzó a destacar en el oficio
y llegó al grado de general.
Con el ascenso vino el traslado,
mientras que yo, en estado
de buena esperanza,
me empeñé en acompañarle
a su nuevo destino,
con tan mala fortuna
que por el sendero caí del asno
y la criatura se malogró.
No había una partera
en toda la extensión de tierra alrededor
que a mi dolor pusiese fin.
¡Junto al hijo no nacido quería morir!
Terribles días pasaron,
no recuerdo cuántos.
Sólo esos brazos firmes,
esos ojos amorosos brillando a mi lado.
La fiebre me consumía,
mi pecho ardía:
era preciso un remedio.
En medio de las montañas
una bruja vivía,
y ella, con sus pócimas y ungüentos,
me rescató del Hades.
Ni un óbolo quiso cobrar;
contentóse con un pañuelo azul
 que yo llevaba.
"Para ver el día por la noche",
dijo, desapareciendo entre la maleza.
¡Sabía naturaleza, que no me permitió engendrar más hijos!
Nada más llegar a nuestro nuevo hogar,
el general me dio una soberana paliza.
Me acusaba de haber perdido al niño aposta
y de haber hecho un pacto demoníaco con la bruja
para secar mi vientre.
"¡Mientes!", rugí,  escupiendo sangre.
Marchó,  dando un portazo,
pero el latido de mi corazón ahogó
su espantoso sonido.
(¡Hera en el Elíseo,  a ti te convoco!
Si no me equivoco, estos nobles varones
sentenciádome han.
Los ha comprado el general).
Escapé,  corrí,  al barro caí.
En el Leteo me bañé,  de sus aguas bebí,  olvidé.
No sabía quién era; acudí a la pitia
y me reveló,  en un espejo de plata,
que el general, mi esposo en otro tiempo,
iba de un extremo a otro de la Hélade
fundando ciudades, y a todas
bautizaba con mi nombre: Megara.
"Así expía su pena, porque muerta te supone.
Amándote sigue, huyendo de sí mismo, asustado,
creyendo haberte matado".
La pitia salió de su trance;
el oráculo había hablado.
Yo me apresté a buscar a mi marido.
Ante la Asamblea me presenté
y dije mi nombre.
Hubo gritos, hubo aullidos.
No eran magistrados, eran lobos
los que en su cátedra había sentados.
Yo explicarles quise
a estas conspicuas bestias;
no me dejaron.
Denunciáronme por abandono del hogar
y al destierro me condenaron.
Megara consorte de Mnemón me llaman.
Mi madre fue Olimpia,  mi padre Hefesto.
Todos en Atenas fuimos nacidos y criados
temerosos de los dioses,
obedientes y altivos.
¡Yo vine aquí a perdonar a mí marido!
Para que la paz encontrar pueda
y luego, cada cual siga su vía.
¡Alegría,  por ahí llega!
Pero, ¿Qué es lo que veo?
Consumido y enteco,
es un espectro de quien era.
Voy, señores, a despojarme
de mi disfraz tan perfecto
que a propios y extraños engaña.
Entonces sabré si me reconoce.
(Esto es lo que ocurrió:
¡Mnemón prorrumpió en un grito
sobrenatural que nuestras cabezas
heló!
Se acercó a mí temeroso,
el rostro me tocó.  "Perdón", susurró.
"Perdón", y se desvaneció.
Imagen de un sueño que en la sala
de audiencias todos los presentes
contemplamos.
Al día siguiente, llegó un correo:
"Mnemón el oikistes, célebre ateniense,
ha muerto en su cama, rápida y dulcemente,
llamando a Megara,  la su esposa..."
La sentencia de los jueces fue:
"Él ya no existe; ella hace mucho que tampoco.
Montemos en la barca de Baco, y brindemos").
He abierto las ventanas de mi casa.
¡Dioses!¡Cuánta luz!


domingo, 18 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 9

¡Rouen! Place du Vieux-Marché!  ¡Oh, dulce Dios! Mañana veré tu rostro, y daré por buenas las penalidades sufridas. Ha sido un largo y horrible juicio, falso y contradictorio. Dice el tribunal que soy apóstata,  mentirosa, sospechosa de herejía y blasfema hacia Dios y los santos. Mi Rey Charles no ha movido un dedo por rescatarme, no me han dejado recurrir a Roma (esto significaría la suspensión e inmediata invalidez del proceso) y estoy rodeada de ingleses y borgoñones, como borgoñón es el obispo Pierre Couchon, que dirige el auto, y que siente especial inquina hacia mi persona. No me cree. Nadie me cree. Nadie da crédito a mis voces, y yo no sé cómo demostrarlo más que con la hoja de mis servicios militares. ¿No es esto suficiente? ¿No liberé Orleans? ¿No recompuse el ejército francés? ¿No conduje al Delfín hasta Reims? ¿Es esto obra de una bruja? ¿Soy, al cabo, una sorcière, nada más eso? ¡No! Desde el más pequeño al más grande, los miembros del tribunal que mañana me van a enviar con mi Padre saben positivamente que soy una buena cristiana.  ¡Amo a Dios, a los ángeles y a los santos, y a la Virgen, y a su hijo el Divino Redentor mucho más que ellos! ¡Denuncio que he sido sometida a un juicio político! Estorbo en los planes de expansión angloborgoñona por territorio francés,  pero, como ya dije en la última sesión: "No podréis evitar que nazca una grande Francia absolutamente limpia de ingleses y borgoñones. La semilla está plantada, y crecerá. Y es la voluntad de Dios, que no queréis reconocer, que así sea. Dios está por encima de vuestras miserables componendas, de vuestros acuerdos pagados con oro envilecido,  de vuestro egoísmo, de vuestra falsedad, de vuestra falta de caridad cristiana".
Encadenada de pies y manos, tal como aparecí el primer día en la sala de audiencias, salí escoltada hacia la prisión,  en medio de un vocerío que más bien parecía jauría de perros salvajes.
Yo sentía miedo y mis jueces lo aprovecharon para tenderme una celada. Prendieron mis captores fuego a una hoguera en el cementerio,  y me dijeron que me imaginase allí si no me retractaba. Prometieron por igual que pasaría a jurisdicción eclesiástica y dejaría de estar custodiada por los ingleses (algo que llevaba meses pidiendo). El régimen de pan y agua, el insomnio, los interrogatorios sin cuartel y la insistencia de las voces, más graves y sombrías que nunca, me habían debilitado hasta tal punto que renuncié a aquello en lo que había creído. ¿Reconocéis que no habéis escuchado voces celestiales, y que habéis mentido ante nosotros y ante toda la Cristiandad sobre ellas?" "¿Reconocéis la autoridad de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana sobre los artículos de fe, en los que como bruja y hechicera, no estáis versada? ". A las dos preguntas respondí con un leve "Oui", y me desvanecí. 
Al volver en mí me encontré en la misma cárcel, con los mismos celadores y con el mismo amargo rancho de siempre,  y sentí,  muy dentro de mi ser, que me habían engañado, y que además yo me había traicionado a mí misma al no seguir el dictado de las voces, que me suplicaban que no me retractase.  ¡Había roto los lazos amorosos con mi Padre! Una parte de mí ya había muerto, la mejor: mi espíritu. Esa noche recé con todo el fervor, implorando el perdón de la corte divina, y después tuve un sueño muy hermoso: estaba sentada en una pradera de alta y verde yerba,  y al fondo se veía un río de aguas tan puras como las facetas de un diamante. Toda clase de animales marinos nadaban en ellas, incluso algunos tan fabulosos que aún no han sido creados. Yo me dedicaba a oler las margaritas y las lavandas, cuando del fondo del valle llegó un sonido familiar de ganado juntándose para el regreso a casa. El pastor que conducía las ovejas hacia el prado cruzó un pequeño puente, y después de un lapso en que yo, echada sobre el blando suelo, oía las pezuñas de los queridos animales: "Clip, clop, clip, clop", se acercó con ellos a mí,  se agachó muy sonriente, me tomó la barbilla entre sus manos y, con pupilas danzarinas,  dijo: "¿Tanto hace que no nos vemos que no me conoces, hija mía? ". "¡Padre!", respondí yo, ahogando un grito de sorpresa. Sí,  era Jacques D'Arc, pero al mismo tiempo no lo era. Era todos los padres que en el mundo han sido, y se transfiguraba misteriosamente, a cada poco, hasta convertirse en el arcángel Miguel. Su espada de fuego desprendía rayos y centellas, mientras el cielo se volvía negro como la pez y el viento y las nubes se preparaban para la tormenta. "Sabe, Jeanne, que te hemos perdonado, aunque tu pecado ha sido grande. Mas te amamos tan profundamente que no puede haber en nosotros cólera contra ti. Eres nuestra hija predilecta, y pronto te reunirás con nosotros". Por la mañana llovía profusamente,  como suele hacerlo a finales de mayo. Pero, a diferencia de otras tempestades, ésta traía olor de margaritas y lavandas, y mi corazón palpitaba limpio y fresco, como recién lavado.
Volví a sostener mis declaraciones previas y ésta fue mi condena.  Ésta es mi condena. Estoy aterrada, pero ya no hay marcha atrás.  Contemplo la plaza desde esta torre, y el estrado donde nos sentaremos el odioso cardenal Winchester y sus adláteres, los miembros del tribunal y yo misma. Tras la confesión y con el cuerpo de Cristo aún pegado al cielo de la boca (la boca que transmitió los mensajes de Dios, y que tantas órdenes militares gritó,  y que tantos besos puros a la Virgen, a los ángeles y a los santos dio), me vestirán con un hábito de estameña blanco y me colocarán un gorro infamante decorado con grandes letras de imprenta con los motivos de mi crimen. Advertido está Couchon de que le acuso a él mismo de lo que va a suceder: "A través de vos muero".
♢♢♢
La golondrina dorada canta en la ventana de mi celda. El momento es llegado. El buen sacerdote, hermano Pierre Maurice,  va a confesarme y darme la última comunión. La estancia huele a margaritas y lavandas,  también el hermano Pierre. "¿Aún creéis en Dios, señora?", me ha preguntado. "Mil vidas que viviera, no podría expresar suficientemente cuánto amo a Dios, mi único Dios, mi Padre en el Cielo, engendrador de todo lo que existe. Con su ayuda llegaré muy pronto al Paraíso".
Me llamo Jeanne D'Arc, tengo diecinueve años,  y ya no siento miedo.


viernes, 16 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 8

Pero más o menos en estas fechas comenzaron mis desavenencias con el Rey. Él no quería hacer caso de las voces, que reclamaban una lucha constante para vencer en batalla al angloborgoñón y para conquistar la Francia ocupada por el enemigo. Así,  a la vez que paulatinamente se deshacía de mí,  iba articulando una red de alianzas con las diversas casas nobiliarias del país,  con la vista puesta en una paz con los borgoñones,  y así contar con mayores bríos para expulsar a los ingleses. Y se vendió, como una meretriz, y me traicionó, a mí y a mis hombres tan leales a su causa, y cuyas victorias habían colocado al voluble Delfín en el trono de la flor de lis. ¿Y qué obtuvo a cambio? París,  y fue nuestro mayor adversario, el duque de Borgoña,  el que puso en sus manos las llaves de la ciudad. Y todo esto contraviniendo las voces, desoyendo a Dios...
Mas yo entonces no lo supe, porque se fraguaban los pactos a mis espaldas, y mucho me inquietaba la laxitud del Rey y su decisión de desmovilizar, desarmar y dividir al ejército en zonas de influencia.  Permanecía en la corte real de Mehun como un gato encerrado, más y más acorralada, más y más triste. Y mis voces no me hablaban...Sola en espíritu,  como solo en espíritu debió sentirse el Hijo del Amor en el monte de los Olivos,  organicé una nueva campaña militar, y fui hasta Bourges para reclutar hombres y juntos atacamos Saint Pierre. Aunque eran pocos los que me acompañaban en la empresa, conseguimos cercar y rendir el sitio y pasamos al asalto de La Charité. Para ganarla pedí refuerzos al Rey y a las ciudades aliadas, pero nunca fueron suficientes y hubimos de abandonar el sitio, puesto que el invierno era llegado, y luchar contra él se me antojaba peor que luchar contra el más fiero enemigo.
A mi Rey le enfureció conocer que su reciente amistad, el duque de Borgoña, jugase a dos barajas, pues mientras pactaba con él la entrega de ciudades a cambio de una dudosa neutralidad, continuaba su luna de miel con Inglaterra. Esto mis voces no lo hubiesen consentido, así que, oyendo sólo a mi conciencia, e informada ya de todo por mis leales Jean y Bertrand,  y sin importarme lo que el Rey pensase, volví a tomar las armas, una vez finalizadas las treguas. ¡Ya era hora de presentar batalla! Una fina mañana de marzo, volví a ajustarme las hebillas de mi pulida armadura, y a empuñar el pendón de la nación sagrada en la que creía tanto como en Dios, y enfilé hacia Compiègne con mi minúsculo batallón. ¡París nos esperaba! Jean, Bertrand,  ¿Os acordáis? Vencimos en Lagny, auxiliados por un destacamento de mercenarios de origen itálico. ¡Cuán dulce su acento! Grazie a Dio! Grazie a Dio!, clamaban, mientras hundían sus espadas en la tierra húmeda,  y rezaban.
Mi cabeza estaba ahora saturada por voces que me pedían insistentemente seguir guerreando.  "Será la última vez,  Jeanne, que pones tu resistencia a prueba. Tu última victoria en honor de Francia libre", decían. Las tropas armagnac bajo el mando de la Pucelle se enfrentaron a los mercenarios borgoñones de Franquet d'Arras, quien al rendirse me ofreció su espada: "Señora, creo que con ella abriréis la puerta que conduce al Reino de los Cielos, después de haber sometido a vuestros enemigos por su mediación". Con estas palabras,  tan humildemente dichas, se convirtió a mí causa, aunque era tarde para él. Fue ajusticiado por un oficial de Senlis,  y llegó al Paraíso mucho antes que yo...
El duque de Borgoña se había burlado del Rey Charles hasta tal extremo, que utilizó los pactos y alianzas para ganar terreno, y tanto era así que se acercaba hasta la villa armagnac de Compiègne. Fue un esfuerzo casi sobrehumano reunir las tropas en su derredor,  y no pude impedir el cerco impuesto por los enemigos. Antes de llegar a la ciudad, atravesamos un bosque oscuro, en el que sólo se distinguían el brillo de los ojos de los zorros y los búhos,  el fúnebre ulular del viento entre las ramas y muchos lamentos y quejidos que no sabía de dónde procedían,  y quizás sólo estuvieran en mi cabeza, que daba vueltas y estaba como afiebrada. ¡Pero el pendón de Francia seguía levantado! ¡Había que continuar adelante!  Y así,  débil y enteca,  quitéme la armadura (¡Cuán holgada me quedaba ahora!), y con mis ropajes de sencillo muchacho me encaminé hacia Compiègne.  "¿Qué hacéis,  Jeanne? ¿Habéis perdido el juicio por completo? ". Y eran los remolinos lacustres en la mirada de Jean los que me censuraban. Pero yo no sentía vergüenza,  porque no era un niño pillado en falta, sino la Hija de Dios. Y no me detuve, y pasé el resto de la noche con los habitantes de la villa,  y pude comprobar cómo eran cruelmente asediados, y pedí a mi Padre que tuviera compasión de ellos,  así como del enemigo que los cercaba. 
En la iglesia recé muy fervorosamente,  y me encomendé a mis santos y ángeles protectores. Luego me reuní con el lugarteniente de Compiègne,  De Flavy, con la intención de diseñar la estrategia de ataque contra el borgoñón,  en un puente en las faldas de la muralla. Fue una lucha muy enconada, y los borgoñones resistieron como un sólido muro de hormigón, si bien logramos ponerlos en fuga en varias ocasiones, cuando éstos se dejaban vencer por el cansancio y no eran capaces de actuar como si fueran uno solo. Con trampas nos rodearon y en emboscada caímos; de poco sirvió el auxilio prestado desde las murallas. Aunque mis tropas me reclamaban volver a la ciudad, yo di orden de proseguir el ataque. Pronto cundieron el pánico y el caos; nadie sabía dónde dirigirse; una visión azul y horrible de brazos y cabezas,  de gargantas cercenadas,  de niños exánimes velados por sus madres desconsoladas, de animales gigantescos y deformes, acudió a mí.  "No, esto no es Gernika, pero se le parece", pensé,  sin saber exactamente qué quería decir esto que había pensado, y volví la grupa a toda velocidad. Las voces también hablaban en idiomas desconocidos para mí. 
Tan pronto como esto los borgoñones vieron, quisieron tomar el puente, y fue entonces cuando De Flavy se cubrió de deshonor cerrando las puertas de la ciudad. Lo cierto es que el miedo, ese sentimiento humano,  que yo tan bien conozco, le movió a hacerlo. Quiso proteger Compiègne a toda costa, y lo consiguió. Lo malo es que la Pucelle y las tropas armagnac quedaron fuera. Al menos tuve ocasión de sacar al león que hay en mí. Peleé con todo el coraje y la bravura de una moza de dieciocho años. Peleé con apasionamiento,  con desesperación,  con angustia y con ira. La ira de Dios...Los angloborgoñones me tenían a su merced, y sólo era cuestión de horas el capturarme.  Cinco (para el caso, cinco mil) gigantes me echaron el lazo. Me golpeaban mientras yo me revolvía como una alimaña lanzando puntapiés que hicieron sangrar a más de uno, me golpeaban y yo buscaba a Dios...en sus ojos no estaba. Por fin uno que se hacía llamar Lionel,  Bastard de la Vandonne, consiguió desengancharme del caballo, y me redujo. No fueron necesarios medios para amedrentarme,  porque yo era un despojo, un espectro de mí misma. Era rea de muerte, y lo sabía. 


miércoles, 14 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 7

¡Qué hermosas las cabalgaduras de los comandantes y lugartenientes del ejército armagnac! ¡Qué bello el polvo del luengo camino, impregnado en nuestros pies y en los cascos de los caballos! ¡Cómo lucían las sencillas ropas, la ausencia de plumas y armiño!  Los protagonistas eran el verano, la catedral y Charles lentamente ascendiendo la escalinata, seguido de lo más granado de su corte. Y la doncella de Orleans sudando en su armadura, pero radiante, sonriendo a cara descubierta, porque era el día más feliz de su vida. Ondeaba, como de costumbre,  el estandarte real de Francia,  tan cerca del Delfín que éste pudo ver en su ajado tul las marcas de cada batalla...y los cantos gregorianos, desde el coro, y el incienso y la curia que rodeaba a Charles y lo sentaba en el trono, para después bendecir la corona, ¡ésa misma por la que han muerto tantos de mis hombres, con tal de que Charles la llevara en su cabeza! Emocionada como una niña contemplé al Delfín transfigurado con las vestimentas color azul real, que eran como una prolongación de la cúpula celeste, y con la capa que tanta prestancia y porte de mandatario le otorgaba. Ungido y coronado, terminada la misa, fui la primera en rendirle honores. "Dios y Vos, Majestad", le dije, abrazándole estrechamente. Las voces no se habían equivocado. Ante mí tenía al Rey de Francia,  y pronto sería soberano de todos los franceses.
Para ello, consideraba que Charles debía liberar París del dominio inglés y quise utilizar como conducto a su aliado el duque de Borgoña, quien ni siquiera se había dignado a asistir al acto de coronación,  pese a que le fueron enviadas invitaciones con suficiente antelación.  En esta nueva misiva, y siendo muy consciente de que los borgoñones eran traidores y enemigos a la causa de Francia y de su nuevo Rey, propuse al duque una tregua,  y me atreví a sugerirle que dirigiese sus ansias batalladoras contra el mahometano,  un pueblo de fe equivocada y torticera, odiador de las imágenes sagradas y apóstata.  "En cambio, nosotros que somos hermanos de religión y de suelo, debiéramos estar unidos en la causa".
Los emisarios del duque no se hicieron esperar, y el mismo día de la coronación se pactó una tregua menor que no llegó a durar quince días,  y cuyas premisas no satisficieron a nadie de los nuestros; al final sirvieron para que el duque de Borgoña restituyera sus antiguas alianzas con Bedford, regente de Inglaterra. Consciente de esto, el Rey ordenó movilizar el ejército,  con la Pucelle en el puesto de vanguardia, y cercamos las ciudades y villas cercanas a París. Avanzamos sin problemas por el territorio,  pero encontramos una resistencia muy enconada en Montépilloy. Recuerdo nitidamente aquellos inabarcables arcos y a los arqueros esperándonos con los músculos tensados, aguardando a que el capitán diese la señal del disparo; algún día inventarán una máquina para congelar las imágenes que en el cerebro se generan y el ojo capta. De momento sólo puedo describir la escena tal y como quedó grabada en mi retina. Detúvose el tiempo; cientos de medias lunas atravesadas por cerbatanas de hierro, cuatro veces el tamaño de nuestros convencionales arcos, nos apuntaban. A mí sus portadores me parecieron inmensos sagitarios, animales fabulosos de crines trenzadas y pupilas de hielo. Se disponían en abanico, desde la esquina hasta el patio, en bella y siniestra formación. Y cuando disparaban, parecía que bailaban arqueros, arcos y flechas. Pero ganó Dios.
Después de todo un verano rondando París,  finalmente arribamos a Saint Denis,  villa vecina donde aguardamos la venida de Charles para lanzar un ataque firme y rotundo contra la capital, tan llena de anglófilos borgoñones que parecía imposible vencerla. Intentamos la ofensiva por la puerta de Saint Honoré y peleamos con mucho vigor y el ardor de un verdadero ejército cristiano...el demonio borgoñón fue más fuerte. Muchos murieron, otros resultaron heridos, entre ellos yo, y el Rey decidió,  contra mi voluntad, la retirada. Aún me restaban fuerzas para luchar, y así se lo agradecí a mi Padre Celestial cuando volví a Saint Denis y me senté,  la pierna lacerada bien guarnecida por gasas y vendas varias envueltas en una bota de seda amarilla,  a rezar ante la cruz arriera donde escuché, una vez más, las voces: "Se acerca el final, Jeanne.  ¿Puedes ver tu premio? Es el Paraíso". Y no me dolía la pierna, y la golondrina de mi corazón cantaba.


lunes, 12 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 6

La leva fue muy rápida debido a mi fama crecida y al entusiasmo que lograba contagiar entre los antiguos y nuevos soldados. Al paso de nuestras tropas por los campos de cultivo, los campesinos dejaban atrás sus yuntas de bueyes, sus arados y su existencia cotidiana y tranquila para plantar la semilla de la libertad en Francia, y contemplaban en mí un símbolo que se desplazaba veloz a lomos de su caballo a pesar de la armadura...una armadura completa, tan clara como la plata, algo más ligera que la de mis hombres por haberse maridado en ella el acero con el estaño. ¡Oh, cómo ondeaba el estandarte real de Francia en mi brazo derecho, que tal parecía esta moza sin luces nacida para moverlo,  sin fin, ante los enemigos, los temidos borgoñones,  franceses traidores, y los ingleses sin fe! El estandarte haría inclinar la cabeza de sí Walter Gladsdale,  jefe de la guarnición inglesa en la Tourelle,  el fuerte mejor defendido de Orleans.  Dios estaba de nuestro lado, ganaríamos a mayor gloria suya, y de tal suerte no dudaba un instante, porque las voces lo habían dictado. Era justo y necesario. Pero de lo que no me hablaron nunca era de la sangre derramada...
Sodoma y Gomorra parecían lugares encantadores y vigilantes de la fe al lado del campamento armagnac bajo el mando de Dunois, el llamado Bastard d'Orleans. Allí, a las puertas de la ciudad sitiada, no había orden, sino libertinaje, y los hombres y sus soldaderas habían olvidado por completo a Dios. La blasfemia era moneda corriente, soldados y mujeres se perseguían unos a otros para proseguir sus actos pecaminosos en la oscuridad del bosque, se jugaba a las cartas y se hacían apuestas mientras se bebía tanto como podía caber en ciento y un cueros de vino, y no era raro que el que perdiese acabase tan pelado (de ropas y dineros) como esos cueros...En demasía me conmovió el estado de las tropas, y a tanto llegó mi preocupación que me entrevisté con Dunois y le solicité amable pero rigurosamente que pusiese fin a tan grande ofensa a nuestro Padre Celestial.  "¡Voto a Cristo!", rugió le Bastard. "No sois quién para darme órdenes". No mucho hube de parlamentar con él para convencerle de mi misión sagrada. Jean y Bertrand se postraron ante mí,  y con ellos las tropas que me había concedido el Delfín,  y después los campesinos que se habían unido a nosotros en nuestro viaje a Orleans,  uno por uno, grandes y chicos, caudales y afluentes, señores y vasallos, siervos y mendigos. Los del campamento,  que habían parado un instante en sus juegos,  no salían de su asombro. Ordené a todos los arrodillados levantarse, pues a quien tenían que rendir pleitesía era al Altísimo,  y me dirigí al babilónico Edén de le Bastard: "Hermanos míos,  Dios me ha dicho que venceremos al enemigo y que ganaremos Orleans para Francia. Mas antes debéis vencer vosotros al demonio y expulsarlo de vuestros cuerpos y de vuestras mentes. Quiero que tres cosas sean cumplidas aquí y desde ahora: no pronunciaréis el nombre de Dios en vano, no jugaréis ni con el azar ni con la carne, y no os juntaréis con mujeres. Éstas deben abandonar inmediatamente el campamento y entregarse a tareas más útiles para la patria, como son trabajar la tierra y criar a los hijos que de vosotros han parido. Sed conscientes de que participáis en una misión divina, y de que vuestros sacrificios serán recompensados, en este mundo o en el otro".
Se oyó un clamor en el campamento,  un clamor de soldaderas huyendo con las criaturas en el regazo, de mesas de naipes tiradas por los suelos, de rudos hombres sin ley ni Dios rezando el Padrenuestro tal como lo rezaban los primeros cristianos.  "¡Pucelle,  Pucelle,  ayúdame a ser bueno!", gritaba uno. "¡Ayúdame a ser bueno, te lo suplico". Y se postraba de hinojos abrazando al cielo, como si la luna fuese una rosa blanca y quisiera ofrecérmela. Éste era Dunois,  le Bastard d'Orleans,  y después de él, vinieron todos los demás que conformaban su regimiento,  y hacían la señal de la cruz y rezaban en latín vulgar, para que su oración nos alcanzase no sólo a nosotros, sino a toda la humanidad. 
Vencimos ésta y otras campañas que nos franqueaban el paso hasta el norte, y el territorio de la Francia crecía a costa del inglés y del inicuo borgoñón. No tuve que hundir mi espada en pecho enemigo en ocasión alguna; la Doncella era una especie de soporte moral, el estandarte mismo que blandían mis tropas antes de presentar batalla. En cambio yo sí resulté herida, pero no dejé que el dolor me cegase, y lo convertí en martirio y penitencia; aquello me dio fuerzas para subsistir en un mundo masculino y sin modales, aderezado por una tosca fe tan superficial como una pátina de hielo. En fin, liberada Orleans,  capturamos los puentes de Jargeau,  Meung y Beaugency y venimos en Patay;  el territorio se dividió en dos y los angloborgoñones ya no pudieron seguir con sus planes de invasión.  Las voces se hicieron muy recurrentes entonces y me pedían que el Delfín fuese enseguida coronado, y que no atendiera a quienes temían a las guarniciones enemigas apostadas en las ciudades por las que habríamos de pasar hasta llegar a Reims.  Y en todas la población se sometía de buen grado, con negociación o sin ella;  ni desenvainamos los sables ni reinó la violencia. Parecía que la Paz de Dios se hubiese impuesto,  y que Dios mismo nos conducía al lugar de coronación de los soberanos de Francia que fueron, han y habrán sido. Charles le septième! Saludaba alegre la golondrina de mi corazón. 


sábado, 10 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 5

"Gran Señor, Delfín de Francia y futuro Rey y Alto Soberano de todos los franceses:
mi nombre es Jeanne D'Arc, tengo diecisiete años y soy soldado de su Alteza por obra y gracia de Dios. Noticias ya os habrán llegado de mi deseo de tomar parte en el asedio de Orleans, que los ingleses rendirán y pondrán bajo el trono y dominio de su Alteza para mayor gloria de nuestro reino. Estoy viajando hacia Vos a través de territorio enemigo,  y es al pie de las murallas de Sainte Catherine donde os escribo esta carta, tras haber vivido no pocas calamidades y sufrido algunas tribulaciones. Pero todas ellas habrán válido la pena si mis ojos de campesina pueden contemplar vuestro esplendoroso rostro, aquel que por derecho de nacimiento ha escogido nuestro Padre Celestial para gobernar la Francia fuerte y unida que vuestros súbditos anhelan. Os rogaría,  si os pluguiera, que nos recibiérais en audiencia, a mí y a mis lugartenientes, que por su Alteza, por Francia y por Dios están dispuestos a morir. 
La paz sea con Vos.
Jeanne la Pucelle".
El príncipe no quiso verme ni recibirme sin probarme primero. No se fiaba, hombre práctico, de los presentes de amor que yo le mandaba, ni del halo de misticismo que en torno a mí se iba creando, y que sus mismos procuradores, ministros y presbíteros se encargaban de exagerar. Pensó el Delfín Charles que yo muy bien podría ser una impostora o incluso una espía enemiga con ansias de manchar con su sangre mis manos...lo opuesto al amor es el miedo. Miedo tenía el rey no coronado cuando se intercambió las ropas con uno de sus sirvientes, y lo sentó en su sillón en medio del salón de ceremonias, y se ocultó entre el gentío, con tal de que yo no le viese, para dejarme en evidencia y denunciar ante todos que yo no era quien realmente decía ser. Pero entraba en el salón con media armadura y espada, de manera que mi cabeza de mozalbete rubicundo resaltaba por su brillo dorado y por ser más alta que el resto, y la luz se concentraba en el pelo y en las piezas metálicas que protegían mi cuerpo. Se hizo el silencio, un silencio muy espeso y como de ultratumba; sólo se oía el resonar de mis pasos, los escarpes golpeando firme y rítmicamente en el suelo. Me detuve en el décimo banco, bajo el crucero. Sentado en el segundo asiento, pequeño como un ratoncillo, un paje hacía todo lo posible por pasar desapercibido. "No es menester que sigáis aparentando, Alteza. Cada cual debe ocupar el lugar que le pertenece. Dios nuestro Padre me ha revelado vuestro escondrijo". Y el menudo Delfín de Francia se levantó,  dio órdenes y nos quedamos solos. "Decidme vuestro nombre, muchacho", pidió.  "Soy Jeanne la Pucelle,  Alteza", respondí.  Y le hice una reverencia a la oriental, postrándome ante él,  porque ansiaba comparar su grandeza con la de Darío o Alejandro, de los que Jean y Bertrand tanto me habían hablado. Pero él me levantó del piso, no sin esfuerzo. "Dejad el protocolo, Mademoiselle la Pucelle. Ni siquiera he sido aún coronado". "Lo seréis. Yo, que vivo fuera del tiempo, ya os considero como si portárais el cetro real de Francia". Me miró fuertemente intrigado, con sus negras pupilas ardientes muy concentradas en mis respuestas. Y no pude evitar decirle: "Dios lo quiere".
El príncipe confío en mí y me asignó escolta, pero la caótica corte de Chinon estaba tan dividida en torno a la cuestión de si la Pucelle era una enviada de Dios que quisieron resolverlo con un interrogatorio en Poitiers. Allí,  teólogos venidos de todos los rincones de la Francia no ocupada me preguntaron sobre las voces, y yo respondí de nuevo al dictado de esas mismas voces que para la ocasión escuchaba. Nunca opiné,  ni entré en debate con el tribunal, ni cuestioné en modo alguno fe o credo. "Soy portadora de un mensaje, y sé que mis días están contados, y sé que cuando haya concluido mi tarea moriré bajo martirio. Así está escrito. Dios habla a través de mí,  y yo no puedo hacer otra cosa que escucharle, y decirle a otros lo que ha dicho". "¿Y qué os ha dicho?, inquirían. "Que conduzca al Delfín hasta Reims, donde será rey coronado". Pero la asamblea insistía en obtener una prueba de que yo era la enviada de Dios, y no supe responder otra cosa sino que me fuera asignado un ejército bien pertrechado con el que levantaría definitivamente el asedio de Orleans.  Y un doctor en leyes, abogado de la corte por añadidura, quedó espantado y traslúcido como un espectro. "¿Qué tenéis,  señor?", pregunté.  "Sois vos, Dios os guarde, sois vos". Y murmuró algo al oído del asambleario sentado a su diestra y anotó presuroso en el pergamino.  "¿Qué tenéis,  señor? ", insistí.  Y entonces me señaló y gritó: "¡La maga que anunció Marie d'Avignon! " En demasía me alteré yo al escuchar la palabra "maga", porque los magos y hechiceros salían malamente parados cuando se topaban con la justicia. "No soy una sorcière,  mi señor", me defendí,  con sobriedad. "Sólo un instrumento divino. El eco humano de la voz de mi Padre Celestial". "Conforme", prosiguió,  mientras la pluma volaba sobre el pergamino. "Hace un siglo, Marie profetizó que vendríais, que tomaríais un ejército,  y que salvaríais Francia de los ingleses". Mucho quedé aliviada de que todavía no me mandasen a la hoguera, pero otro padre dominico quiso morderme los pies y me preguntó con extraño acento en qué dialecto se manifestaban las voces. Como fuera arrogante en sus maneras,  yo me acaloré y respondíle: "En uno tan puro que ni aun vos podríais imitar". Y luego rogué que me diesen mi ejército,  y el número de soldados lo decidiera el Delfín.  El tribunal abandonó la sala para deliberar, y entretanto vi que una ventana se abría y por ella entraba una golondrina y se posaba en mi hombro. Cuando salí de Poitiers,  tenía mi ejército,  el crédito del Delfín y una golondrina dorada que a mí alrededor cantaba: "Jeanne, Jeanne..."


miércoles, 7 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 4

Jean y Bertrand me enseñaron a leer y a escribir por mediación de mi Padre. "Es gran lástima que una muchacha tan despierta no sepa dibujar ni su firma. Si queremos pedir audiencia con el Delfín,  ¿Habrémosle de entregar un pergamino rubricado con una X?" Y ambos me miraron significativamente,  y yo sentí un calor muy extraño en las palmas de mis manos, como si una esfera de fuego se hubiera aposentado en ellas, y me daba una fuerza y un deseo de aprender que no sentía desde mis años mozos, cuando acarreaba las aguaderas. No fui yo, sino el Espíritu, quien se expresaba a través mío, como también era el Espíritu quien movía los remolinos de los ojos lacustres de Jean. La rueda infinita nos hace partícipes de una sabiduría que no nos pertenece...Aprendí a leer y a escribir, gracias a Dios.
Debíamos atravesar territorio enemigo y no estaba, para mis hombres, muy clara la empresa. Mi viejo vestido rojo, ajado y despojado casi de su tonalidad originaria, mis luengos cabellos, ¿no serían un reclamo para los lobos ingleses?, se preguntaba Bertrand.  "Y tu belleza, Jeanne,  tu belleza, que querrán poseer como aquél que arranca una flor de una corona virginal". Me descompuse, porque de entre todos mis planes tácticos convertirme en diana humana no era el más acertado. Entonces me acordé de la visión en el jardín, la armadura con el estandarte real, y pregunté a Jean: "¿Puede una mujer convertirse en un hombre?" Jean me miró con fiereza, pensando que, contagiada por el ocurrente Bertrand,  le estaba gastando una broma. Pero yo le sostuve la mirada, firme, como hacen los hombres, y la expresión de Jean cambió: " Vestirás el traje de uno de mis soldados, y con la guía de Dios, te conduciré ante el Delfín". Mientras aplastaba mi pecho con gasas y cortaba mi pelo a lo garçon sentía que, por fin, había entrado en la senda de mi destino.
Al cabo comenzó la extraña peregrinación a través de territorio enemigo, y desde Vaucouleurs,  cuyos habitantes habían confeccionado un traje de guerra adecuado a mis proporciones,  llegamos, cabalgando de noche por páramos y valles, hasta Auxerre. Allí,  acampada frente a las murallas de la ciudad, soñé con una bella dama o virgen toda de piedra, menuda de talle y muy pequeña de cuerpo,  la mano derecha entre los senos, la izquierda recta y pegada a la pierna. Llevaba una túnica con formas geométricas,  adornada con una media capa y cinturón ancho.  La abundante melena trenzada en redecillas simétricas remataba en adornos circulares.  Los broches,  pulseras, brazaletes, ajorcas y otros adornos eran de oro macizo. Sonreía, mientras decía: "La Doncella a mí también me llaman; Perséfone tengo por nombre y rijo invierno y verano.  Por matrimonio soy reina del Inframundo. Allí te espero". "¿Y mi dios, no podrá salvarme?", le pregunté.  "Dios es el Amor. El Amor es Dios. Está en todas partes, por eso puedes venir conmigo que no te ha de faltar eso que buscas", respondió el ídolo pagano. "Mil veces no, porque ya lo he encontrado", dije yo. Y le cogí su frío brazo de piedra, el que tenía cruzado sobre el seno, y me lo puse de manera que los cinco dedos inertes tamborileasen con el movimiento rítmico de mi corazón. "Aquí está", proclamé,  y la visión o sueño, lanzando un aullido, se esfumó. 
Pero yo quería volver a verla y a la mañana siguiente entré en la ciudad hostil muy camuflada con las ropas de las campesinas de la región. Participé en la santa misa de la catedral sin que nadie me viese por mediación de Dios,  y por mediación de Dios yo lo vi todo. En el altar había un enorme medallón de la Virgen, y a través de los encajes de mi velo se me representaba su efigie siempre cambiante, de manera que muchos siglos de historia pasaron ante mis ojos, y yo sentía que mis pupilas se dilataban, para que cupieran en ellas la serpiente y Eva nuestra primera madre, Cleopatra y el áspid, la Pucelle y el rayo de fuego prendiendo en sus pies...como ellas era sin duda una pecadora, porque había nacido con una mácula en la frente, una mácula invisible,  como los amigos de mi infancia, pero existente. ¿Redimiría esta mancha mi muerte segura, al final de todas las batallas? La dama de piedra, a quien buscaba,  y de quien obtendría la respuesta, no estaba,  y no pude preguntarle. 
Cuentan que en Sainte Catherine de Fierbois obré un milagro.  ¿Quién puede sostener tal patraña? No hago milagros, pues muchacha y bien simple soy. Pero otra vez mi Padre Celestial se puso a mí lado, y me susurró lo que dije en alta voz y maravilló a los congregados.  En la iglesia de esta localidad, un edificio alto y esbelto, de doble nave y claristorio con ventanales por donde los rayos de sol entraban a raudales, me quiso la clerecía ofrecer una espada nueva, recién salida de la fragua y pesada como una alpaca de paja. Agradecí con humildad el hermoso presente, pero dije que no podía aceptarlo. "Mi espada es una que hay enterrada en el altar", me excusé. "¿Qué sabéis vos de espadas enterradas, Mademoiselle Jeanne? ", inquirió un diácono.  "Nada sé,  excepto lo que me ha revelado mi Padre.  Si juntáis vuestras fuerzas y levantáis las tres baldosas amarillentas junto a la mesa de ofrendas, veréis que el intento no habrá sido en vano", insistí.  Así de confiada yo estaba en Dios, que era mi Padre,  que convencíles de profanar suelo sagrado. Y bajo él,  algo herrumbrosa,  pero entera y ligera, yacía mi espada. En la hoja, una inscripción: C.M. "¿Qué significa? ", le pregunté al que parecía más docto entre todos los hombres de esta iglesia: "Sí no me equivoco, es la mismísima hoja de acero que un lejano día blandió Charles Martel", respondió. "Entonces,  no soy digna de ella", dije yo, con gran pena. Pero, aquella noche, en el campamento,  junto a mí catre, volví a encontrarla, como si siempre me hubiera estado esperando, y cuando la empuñé,  fue como si formará parte de mí.  La levanté y rendí honores a Francia, y luego me arrodillé para rogar a mi Padre que la liberase de su cautiverio.


Fuente imagen: reepot.blogspot.com


lunes, 5 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 3

¡Ay de mí!  Cierto que entonces no me importaba morir; era mi alto destino, y a la Parca no temía.  La muerte es asunto común en estos tiempos: asedios, guerras, plagas, sobrepartos,  infanticidios,  raptos, garrote vil y cadalso para los reos...Píntanse cuadros y escríbense versos que, desde la Francia, parten hacia Europa que les da su forma en el idioma del país que los acoja, y el flaco fantasma del terror recorre el continente de uno a otro lado, sin que fronteras pesen...Lo que verdaderamente provocaba en mí el pánico era sufrir y hacer sufrir a los que me querían: esto lo detestaba.  Cuando miraba a mí madre, tan inocente, tan incapaz de cometer una fata, tan piadosa, algo se me rompía dentro. Porque aunque yo no tenía hijos, y nunca los tendría,  me dolía su dolor más que cualquier otro, porque comprendía que su amor y su sacrificio eran los más grandes. Ella me dejó partir. Mi padre, egoístamente,  pero también llevado por el afecto, deseaba retenerme,  creyendo, así,  que podría burlar un destino más fuerte que todos nosotros. Pero ella, pequeña y frágil,  desgastada de tanto labrar la tierra, levantó los brazos, como liberándose de sus cadenas, me dio paso franco y me dijo: "Vete, Jeanne, vete. Vive la France! ". Y se cuadró militarmente, como un soldado ante su superior. Pero cuando iba a preguntarle: "¿Qué hacéis,  madre?", ella ya había hundido la cabeza entre los hombros, como era su costumbre, y marchaba tímidamente camino de la despensa, para obsequiarme con un zurrón repleto de viandas.
Y aquí comienza la historia de Jeanne D'Arc,  la Doncella de Orleans,  la que entrará en la leyenda militar por haber liberado el mencionado sitio, un enclave crucial en manos de los ingleses,  y que yo entregué a Francia.  ¿Cómo una pobre muchacha de extracción campesina,  inculta por añadidura, pudo comandar un ejército conformado por soldados profesionales, curtidos en los campos de batalla? ¿Cómo esos hombres rudos obedecían ciegamente,  sin cuestionar una orden proveniente de La Pucelle?  Sin duda ellos sabían,  de algún modo, que yo era una enviada de Dios, que Dios hablaba a través de mí,  y creían que me había otorgado el don de la clarividencia.  Yo sólo actuaba con mucho amor hacia mi Hacedor, y seguía sus dictados. Apenas sabía leer de corrido y, sin embargo, descifraba los mensajes que interceptábamos al enemigo; no conocía la geografía de mi país pero interpretaba los mapas con facilidad pasmosa; jamás había usado una espada, pero me pareció su empleo un simple juego de niños. Y esto era obra de mi Padre, que todo provee, y que me espera a las puertas de la Gloria, mañana.
¡Orleans,  Orleans,  la más luminosa etapa de mi viaje terrenal en calidad de soldado de Dios! Más adelante tendré ocasión de narrar el asedio y la pírrica victoria. De momento volvamos al principio de la épica aventura que protagonizó esta pobre campesina. Conforme a las voces, pude convencer a mí tío Durant de que me llevase a Vaucouleurs, donde se hospedaba el comandante Richard de Baudricourt con la guarnición armagnac. Cuántas veces le advertí que Orleans corría grave peligro, no quiso prestar oídos,  y cuando le dije que los franceses sufrirían una gran derrota en el cerco de la ciudad no se rió a mandíbula batiente por pudor al gentío que nos rodeaba en la plaza. Le imploré que me condujese hasta el Delfín Charles,  pues tenía un mensaje que darle, un mensaje procedente de nuestro Padre Celestial,  acerca de su coronación en Reims. Baudricourt volvió la grupa de su caballo y, desdeñoso,  se puso en camino hacia Orleans,  donde le esperaban los restos del decrépito ejército francés.  De allí volvió pálido y desencajado, y no obtuvo descanso hasta tenerme enfrente y señalarme con el dedo. "¿Qué clase de sorcière sois vos? ¿ Qué hechicería o magia os ha revelado la debacle de los armagnac en Orleans? " "Ningún truco puede ser lo suficientemente grande como para compararse con el poder del Redentor". "Id con Dios, Pucelle.  Contáis con mi bendición,  que seguro no necesitaréis,  pues tenéis la de Él". Ya venían pequeños grupos de fieles a adorarme como a una santa cuando mi Padre me habló de nuevo y me dijo que debía proseguir camino hacia Chinon, corte del Delfín. Para cubrir mis espaldas, Baudricourt me había asignado una escolta de seis hombres. Dos de ellos, Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, estarían conmigo hasta el final, acompañándome en cada batalla. ¡Jean, Bertrand,  mis queridos amigos, mis hermanos! Jean, ¿Estaréis vos en la plaza cuando prendan el fuego? Bertrand, ¿Contendréis vuestro llanto? ¡Con cuánto respeto me tratásteis,  vosotros dos que me creísteis! ¡Y cuánto habéis contendido para que también os creyera el Tribunal, lo sé,  lo sé,  a pesar de esta torre y a pesar de estos grilletes! 
Cuando nos conocimos, Jean era muy joven. Vasallo del Delfín y de sangre y corazón muy nobles, me sorprendió en su rostro una mirada azul y limpia como un lago glaciar, antiguo y tranquilo. No necesitaba hablar demasiado; en realidad, apenas conversamos tres o cuatro frases juntas. Su expresividad residía en aquellos dos lagos gemelos y en apariencia fríos,  pero ¡Cuánto amor había en ellos! ¡Cuánta desesperada entrega! ¡Cuánta inquebrantable fe! Una tarde me encontraba en el campamento trazando círculos en el mapa que representaban, a escala, cercos de ciudades. Los lagos glaciares me saludaron agitando sus milenarias olas, y de repente, mi mano desnuda fue atrapada por su mano revestida con guantelete.  "Soy vuestro,  Jeanne", balbució.  Y me miró,  y me taladraron sus ojos, y me morí. 
El amor entre los hombres es hermoso porque viene de Dios, como todo lo que existe.  Yo ya sabía desde muy niña lo que era amar y ser amada por mi Padre, y era a través de este amor como amaba lo que me rodeaba. Era una pirámide perfecta y cualquier afecto cobraba sentido si lo colocaba en el lugar correcto. Pero este sentimiento, ¿Qué era? ¿Dónde estaba? Desde luego, fuera de la pirámide de oro de los afectos, donde había colocado tiempo ha el beso del hidalgo en el jardín.  Pasé largo tiempo cavilando,  sintiéndome traidora, sucia, queriendo acariciar la mano que Jean había tocado para después cortármela y arrojársela a los gajos.  El pobre Jean lloraba porque se creía culpable de mi sufrimiento,  y también porque sabía en su fuero interno que habría de conformarse con ser mi escolta, mi compañero de armas y,  llegado el momento, mi casto amigo. Pero al cabo de varios interminables días, ambos tuvimos el mismo sueño. Un gavilán que volaba muy alto cruzando un bosque de castaños graznaba: "El amor entre los hombres es hermoso porque viene de Dios, como todo lo que existe". Y entonces yo vi a Jean en una pirámide de luz y Jean me vio a mí en ella; ambos estábamos hechos de oro, y éramos la parte que le faltaba al otro. Pero se abría un pasillo muy estrecho ante nosotros y no cabíamos los dos, y el se detuvo en la entrada, me besó en la frente y me dejó marchar.  "En la próxima vida, Jeanne", dijo, sus extraños ojos dibujando remolinos que amenazaban con arrastrarme a su fondo. "Sí", respondí. La visión desapareció, y despertamos al unísono. No hicieron falta palabras para podernos entender.
Bertrand ya frisaba los treinta años; de figura algo oronda, pero todavía gallarda, descendía de una larga dinastía al servicio de la corte francesa en calidad de cancilleres y coperos reales. Elegante como pocos, se paseaba por el campamento con su caballo árabe vestido con calzas y jubón de velludo azulnegro e impecable camisa con brocado de hilo de plata en los puños y el cuello. Infelizmente casado con la hija de un comerciante, adoraba en cambio a sus tres hijos, de los que hablaba con orgullo a todo trance. El mayor, Bertrand, estaba destinado al ejército -cosa que su madre deploraba,  porque odiaba las guerras-. El segundo, Christoph,  a la Iglesia -cosa que su madre deploraba, porque odiaba al clero. Y la menor, Rose Marie Claire, a la familia Raimond-Philippe,  con cuyo hijo Desmond desposaría alcanzados los catorce años -cosa que su madre deploraba,  porque quedaría completamente sola-. Con el único propósito de hacerla rabiar, Bertrand le decia: "Cuando llegue ese momento, ingresa en un convento, Christine. Allí no hay guerras, ni sotanas, ni soledad. Tampoco encontrarás muchas ocasiones de pensar en tonterías". Pero no era sólo Christine objeto de sus mofas. ¡Bertrand se reía de su sombra! Como un animal diminuto encerrado en una gigantesca concha marina, el sonido de su risa se multiplicaba y tenía que agarrarse el vientre para no partírse en dos. Entonces, las carcajadas escapaban a borbotones, y se le mojaba los ojillos, hacía trompeta con la nariz y los mofletes se le encarnaba. Yo pensaba que un poco de diversión no nos haría daño, y pedía perdón a Dios por nuestras ofensas, por si acaso.


sábado, 3 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 2

Eran frecuentes en aquella época las fiebres tercianas,  y con las fiebres, los delirios. Pero yo ya he dicho que mi naturaleza era robusta y jamás caí enferma...hasta que cumplí los trece años. Mi padre ahorraba conmigo los jornales de tres braceros; parecía estar hecha de un material más resistente,  como si el barro de mi carne mortal hubiese cocido un punto más en el horno del Gran Alfarero. También mis ideas me parecían más avanzadas, tanto, que no me atrevía a pronunciarlas en la mesa, por respeto a mí progenitor.  Éste sostenía que debíamos rendirnos ante los ingleses, para así poner fin a la guerra, larga ya; yo, en cambio, deseaba una Francia organizada y unida para combatir a los enemigos y expulsarlos de nuestro territorio.  Una Francia grande, y libre...¿Qué hubiera pensado Jacques d'Arc? ¡Un sinsentido! ¡Locuras de juventud! Desde mi escapada, no me quitaba el ojo de encima, y hasta tengo la sospecha de que me espiaba. Así que yo disimulaba, y comulgaba con ruedas de molino.
Mi gente era profundamente católica; acudíamos a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar. Las mujeres íbamos envueltas en sencillos trajecitos de hilo coronados por un velo de encaje. La familia D'arc, encabezada por el patriarca, se encaminaba hacia la misa nada más llegar hasta sus oídos el segundo toque de campana. Ocupábamos el séptimo banco de la nave lateral derecha, junto a la hornacina que custodiaba la efigie de María Santísima. Era su faz blanca como la espuma, y de sus párpados semientornados se escapaban lágrimas como el Lucero del Alba. La frente inclinada, como resignada al dolor, el rictus de su boca inmaculada y las manos de dedos larguísimos cruzadas sobre el vientre que había dado luz al Redentor me llenaban de un pavor espantoso. El resplandor de las velas alrededor de la imagen sumida en negritud, ahora lo sé,  era un aviso de mi propio y próximo final. ¡Ay! ¡Aquélla era una visión infernal, como la de la plaza donde mañana me van a quemar, y que desde mi celda veo, invocando a mí Padre Celestial! La Virgen también me hablaba, y como los ángeles de mi infancia me decía: "Jeanne,  tú vas a morir". Y abría los brazos, y en la extensión de su gran cuerpo, ancho de mil leguas, se fraguaba el martirio. Y yo me refugiaba en su regazo infinito, transita de miedo, y ella me susurraba, con su voz de miel y tomillo: "Vas a morir de amor". Un domingo, los D'arc se prepararon para acudir a misa de maitines. Mi madre, extrañada de que su Jeanette,  siempre la primera en levantarse, no acudiera a la cocina con los otros, subió a mí cuarto y golpeó quedamente con los nudillos. Al ver que no contestaba, golpeó más fuerte, pero tampoco obtuvo respuesta. Alarmada, llamó a mi hermano mayor para que echase la puerta abajo. Cuando entraron, allí estaba yo, incapaz de moverme, hablando un lenguaje incomprensible y temblando de fiebre. Mi padre fue a buscar al sacerdote, creyendo, hombre piadoso, que su pobre hija estaba endemoniada. El buen monsieur l'ábbé, reputado teólogo formado en Hazebrouk, viajero infatigable y experto conocedor de los Santos Lugares, se sentó junto a mí lecho, escuchó atentamente y afirmó,  temblando tanto o más que yo: "Vuestra hija campesina, muchacha que no ha salido de Domrémy,  que no tiene más letras que aquéllas que caen desde los balcones de los ricos mientras ella cruza el pueblo, cargada como una mula, para ir por agua, y que estudian los niños que, por nacimiento,  han tenido más suerte que ella, vuestra hija sin escuela (¡Aunque cómo le gustaría tenerla,  y cuánto más le aprovecharía que a esos otros asnos imposibles de desasnar! ), está parlamentando en arameo". Mi padre se hacía cruces. "¿Qué está diciendo?", preguntó.  "Que acepta su destino, porque no para otra cosa ha venido a la tierra Jeanne D' arc", respondió el sacerdote. "¿Y qué destino es ése? ", quiso saber Pierre,  frotándose el hombro dolorido. "Sólo Dios nuestro señor lo conoce", dijo. 
Me recuperé en parte, pero desde entonces no volví a ser la misma. Las hercúleas fuerzas de la juventud me abandonaron, y quedé en la casa con la rueca y el huso, completamente sola pero rodeada de presencias que adivinaba en todas partes,  aún sin verlas...Vacilante salía al jardín y escuchaba a los pájaros piar. Parecía que decían: "Jeanne,  Jeanne". Y los altos árboles,  cuyas sombras se extendían por el patio a medida que avanzaba la tarde, agitaban sus ramas,  llamándome: "Jeanne,  Jeanne". En el interior de mi ser seguía existiendo un pequeño universo redondo, maravilloso,  pleno, eléctrizante,  que me conectaba con lo que había más allá de mi piel. Yo hablaba, y era comprendida. Yo estaba triste, y era con solada.  Me llamaban loca, y no me importaba,  porque aquél no era mi reino. La Pucelle en su humana hechura era sólo tránsito,  como un río...
No me extrañó mucho, por eso, que un mediodía una voz clara y poderosa me asaltara en el jardín de los D'arc. Ya estaba acostumbrada a las apariciones sobrenaturales, a las visiones, a que la Creación toute entière me hablase. Pero ésta, o estas voces -porque se sobreponían- eran diferentes.  No salían de mí, sino que poseían entidad propia. Parecían flotar en el jardín y procedían del lado de la iglesia, y las bordeada una intensa claridad muy, muy suave y bella, como la que rodeaba a mis amigos invisibles, cuando niña, pero mucho más potente aún, como corresponde a la jerarquía de los ángeles que están más cerca de Dios. Muchas veces esta voz vino a mí;  yo la esperaba en el patio, hilando, y cuando sentía los muros temblar, y como música de cornetines sonar, echaba a correr en dirección a ella, y con un cazamariposas pretendía atrapar la luz  y bailaba, mi largo cabello al viento, como rubio trigo esparcido en la era. Y la luz me daba calor,  y me decía: "Prepárate para cumplir tu destino". "¿Cuál habrá de ser?", preguntaba yo. No me respondía,  mas me mostraba una armadura bruñida con su espada y el estandarte real de Francia, y el arcángel Miguel en su frente. Otras voces de mujer cantaban, con dulcísimo acento: "Libera a Francia, Jeanne, libera a Francia". Yo quedaba clavada en el sitio, porque esto mismo era lo que me había ordenado mi Padre cuando me hallaba postrada en la cama, traspuesta de fiebre. Éste era mi destino: morir de amor por un país que ni siquiera existía, un país imaginario, y que se hallaba en manos de los ingleses, que no pararían, con el auxilio de sus aliados, hasta hacer rodar mi cabeza.

Fuente de la imagen: infocatolica.com

jueves, 1 de octubre de 2015

Jeanne la Pucelle Capítulo 1

¡Cuánto cuesta convocar recuerdos que pertenecen a otros! Es una labor delicada, porque lo que se ha de contar no pertenece a uno mismo, y requiere profunda labor de investigación que incluye, si es posible, entrevistas con los contemporáneos a los hechos en los que participaron activamente o fueron testigos. Para un moderno habitante del Rouen del siglo XXI, parece increíble que una muchachita imbuida de entusiasmo fuera entregada a las autoridades y quemada en la plaza pública a la vista de todos. Inaudito que sus propios antepasados fueran los artífices del martirio de la inocente virgen. Ahora, aquel suceso es contemplado como una verdadera salvajada,  si bien los estudiosos en sus cátedras de Historia y Teología tratan de explicarlo dentro del contexto político y social de la época.  ¡Las guerras de religión! ¡El perenne enfrentamiento entre Inglaterra y Francia!  Y una niña de por medio utilizada según los intereses de unos y otros. He dicho antes que para investigar los hechos objeto de estudio es conveniente hacer entrevistas a los coetáneos supervivientes;  en el caso de Jeanne D'Arc, los testimonios se disuelven en la nada, y numerosos documentos relativos al caso han sido manipulados y destruidos, cuando no vegetan en una especie de enorme tela de araña de donde nunca salen. Pero yo, que no diré quién soy, porque no importa, yo que soy nadie, he tenido la inmensa suerte de tropezar por casualidad con un manuscrito,  oculto por siglos, y que lleva la marca de la letra de su autora, la doncella de Orleans, así como algunos dibujos y esbozos: la cabeza de un caballo, los tejados de una ciudad cualquiera, y una bandada de pájaros del que destaca, volando feliz sobre una muchacha en flor,  uno que ella llama, con letras más grandes que el resto, La hirondelle d'or. Que este manuscrito pueda ser apócrifo,  es una posibilidad, y es por ello que anónimamente lo he enviado a la Universidad de París,  donde lo están sometiendo, quiero pensar, a múltiples pruebas caligráficas. Sin embargo, no creo que llegue a vivir para conocer los resultados, así que he decidido compartir mi material con propios y no tan propios, si quiera sea en su forma literaria, es decir, con su poquito o su muchito de fantasía añadida, en espera de que se confirme lo que yo,  con una fe que mueve montañas,  creo que es cierto.
La editora, o quizás el editor. O los editores, si varios son.
"Me levanto antes de que amanezca desde que poseo memoria. Cuando era pequeña, tenía mucho miedo de que no saliese el sol al día siguiente, y que mis trabajos quedaran sumidos en la más profunda de las tinieblas; las estrellas me parecían melancólicas,  el cielo un lienzo lacrimoso; tropezaba y caía sobre las balas de heno y más de una vez me cortaba con el filo de la cerca. El agua del pozo estaba helada y quemaba mi rostro...y, sin embargo,  siempre amanecía. Yo, en mi inocencia, creía que esto era a causa de mis rezos, como si el orden cósmico dependiera del De profundis clamavi. Entonces, ¡La Creación era tan hermosa!  Él todavía no me había hablado, pero yo sentía un calor dentro de mi pecho que me alimentaba, incluso cuando me iba a la cama con un triste puerro en el estómago. Ya era su hija; me dormía en sus brazos. Princesa predilecta me hacía sentir de un reino legendario, al que sólo se accedía mediante la piedad y el ascetismo. De lo primero di múltiples muestras. Aquel becerrito deforme...pasé con él cuanto tiempo pude y le contaba cuentos, y le cantaba y finalmente, para acabar con su sufrimiento,  invoqué a mí Padre,  y coloqué mis manos sobre su hocico, dio un resoplido,  convulsionó y acabáronse aquí sus pesares, y comenzó su felicidad ultraterrena...ahora debe estar pastando en las praderas del Edén,  trotando con su cuerpo nuevo y perfecto, criatura divina...Recuerdo que tampoco quería cortar flores, porque pensaba que tenían alma. De forma muy primitiva aún,  había descubierto el Alma Universal de que todo, en mayor o menor proporción,  formaba parte. Por ejemplo, si el animal o el objeto eran pequeños,  tendrían un alma diminuta, pero igualmente participaban del Espíritu, eran obra de mi Padre, hermanos míos,  como hermanos míos eran Pierre, Jacquehim,  Jean y Catherine.
Comencé,  muy temprano,  a dedicar mis faenas campestres a mí Padre. Trabajaba con ahínco y nunca me quejaba de mi suerte. Algunas niñas de familias acaudalada aprendían las primeras letras con su preceptor particular; por unos francos más, música con violín y clavicordio. Cuando cruzaba la avenida principal,  en verano, los balcones abiertos para que entrara el fresco en las orgullosas casonas, escuchaba, aguaderas en ristre, brazos en cruz como alegre penitente, aquellas notas melodiosas, aquellos labios pronunciado palabras como lenguas de fuego. Y todo mi ser se regocijaba,  porque imaginaba que era yo esa niña, que era yo todas esas niñas. Desde el arroyo hasta mi choza, alegre penitente, imaginaba.
En esa época,  amigos invisibles alborozaban mi existencia por lo demás monótona. Un gran árbol en el jardín nos servía de refugio. Sólo yo podía verles, eran tan bellos...alas irisadas crecían en su espalda y, traviesos, volaban sobre mí y luego se dejaban caer, mofletudos y exhaustos,  en la verde yerba,  entre los lirios cuyo peso liviano sostenían. En mis sueños, ellos eran mis más afectos compañeros: jugábamos a la rueda hasta perder el aliento y reíamos, reíamos...Luego sus manecitas coronaba mi frente con ramas de espino trenzadas, igual que yo había visto en el crucificado del altar de la iglesia de Domrémy. Y me decían,  con sus vocecitas blancas de amorcillos: "Jeanne, vas a morir". Despertaba, ahogando un grito. Gotas de sangre en mi almohada...
Proseguían los trabajos, los juegos clandestinos,  los rezos. Cada día era una exacta reproducción del anterior, con la excepción de que, según la estación,  el paisaje variaba. Yo me criaba extraordinariamente fuerte y sana, aunque de complexión delgada. Era alta para mis años, mas no desgarbada. Despreciaba la vanidad y no tenía espejo en mi estancia; tampoco en los claros manantiales me miraba cuando lavaba la ropa, ni un cristal reveló mi rostro, ni un retrato dejó escritos mis rasgos. Pero yo sabía que era bonita, porque me había hecho mi Padre, que bonitos eran mis ojos verdes y bonita era mi nariz recta, y bonitos mis labios carnosos, mi cabellera rubia y mi sufrido cuerpo, acostumbrado al trabajo. Más yo, simplemente,  lo aceptaba como parte de un pacto y no presumía de ello, como presumían las mozas al volver de las eras, con los pómulos enrojecidos de vergüenza, rodeadas de muchachos ansiosos. Hablaban de baile, de fiesta. Cambiaban sus trajes de labor por largas faldas de vuelo y graciosa camisa rizadilla en las puntas,  con toques de almidón en el cuello, y danzaban, danzaban, danzaban con sus galanes, mientras yo seguía jugando con mis amigos invisibles.
Cuando me hice mujer, pensé ingresar en un convento, pero mi padre tenía otros planes para mí. Quería casarme con un hombre mucho mayor, Hugues Le Pont, viudo y con tres hijas, la menor mayor que yo dos años. Al conocer la noticia, huí de casa y me refugié en el presbiterio de la iglesia. No me encontraron sino hasta la semana siguiente,  en estado salvaje y semiinconsciente. ¿Quién me había estado ocultando, y ayudando? A mí venían imágenes del crucificado bajando de su atrio, su pecho abierto para consolar y sus pupilas refulgentes para perdonar...
El matrimonio no se celebró y yo pude seguir con mi vida en los campos. Pero ya mis amorcillos alados no venían,  ni invisibles jugaban, ni en mis sueños aparecían... En su lugar, los niños que tornábanse en zagales competían entre sí por ganar mi corazón. Los unos suspiraban; los otros languidecían; todos eran rechazados con violencia por aquélla a la que comenzaban a apodar "La Doncella" o, como se dice en mi tierra, "La Pucelle". Cierto día,  un hidalgo acertó a pasar por la finca de mi padre y, habiéndose hecho eco de mi frigidez, quiso domarme como a un potro sin dueño. Me tomó por la cintura, me atrajo hacia sí y me dio un beso que me dejó sin defensas. Creo que quedé ciega un tiempo, que mis piernas temblaban y eran como el algodón de azúcar de la feria de Greux, y creo que yo le correspondí. Esto duró sólo un instante, porque enseguida me acordé de mi Padre y del pacto y del orden divino y del universo, y con una patada certera aparté al caballero de la Doncella. "Una cosa quiero que tengáis clara: amé,  amo y amaré sólo a mí Padre, así que id vuestra vía, buen señor, y que Dios os bendiga", dije. "Merecida tenéis vuestra fama, Pucelle", respondió, frotándose sus partes nobles. Y marchó.