martes, 24 de mayo de 2022

Cuentos de luna y plata sale al mercado próximamente

 Queridos lectores:

Os anuncio que mi nuevo libro de relatos, "Cuentos de Luna y Plata ", es ya una realidad. Pronto se hará su puesta de largo con una presentación oficial, y desde ya se pueden adquirir previa petición y envío por correo. Las solicitudes se harán a través del mail paquicastillomartin@gmail.com. En el asunto rezará "Cuentos de luna y plata" y en el cuerpo la dirección con el C.P.

¡Comienza la aventura!


Muchas gracias y un gran abrazo,


Paqui Castillo.

viernes, 30 de abril de 2021

Mamá Pozo

 

En la casa de Cerrillo, la de Celso, se celebraban las bodas de plata de Emilio y Mariana. El vino espumoso corría como un río; los suculentos lechones hacían las delicias de chicos y grandes, y la tarta salada de Mamá Pozo ponía el punto marcial a los convidados, que salían desfilando a hacer sus necesidades cuan largas eran sus zancas. Sin embargo, valía la pena pasar por los dolores de tripa y los nudos de aire en el corazón, porque la tarta salada de Mamá Pozo era simplemente deliciosa. Sus ingredientes permanecían en el secreto de los confitados tártaros y de las cremas pasteleras. Mamá Pozo era un genio, y ya. Un genio malvado, porque provocaba gases y nubes de metano no más se juntara un grupito de parroquianos en la casa de Cerrillo. Y es que ella tenía muy buenas manos y muy malas artes.

Mamá Pozo no era nativa de aquellas tierras, pero llevaba viviendo en ellas dos generaciones. Su llegada fue todo un misterio; los más viejos recordaban cómo una muchacha de ojos vivarachos y tez cetrina entró en la Casa de Cerrillo e intercambió unas palabras con el padre de Celso, Matías. Parece que se entendían en un dialecto árabe que Matías había aprendido en las guerras antiguas, cuando las únicas armas posibles eran palos y piedras, que volaban y revolaban de uno a otro campamento enemigo. Matías colocó a Mamá Pozo en la trastienda, no fueran a robársela, porque se enamoró un poco de ella nada más verla. Y ya nunca quiso separarse de ella aunque la mayor caricia que recibió de aquella novia extraña y como hecha a cincel fue una bofetada que le dejó medio sordo del oído derecho.

Si los parroquianos de la casa de Cerrillo se hubieran preguntado cómo Celso fue concebido en tales condiciones de hostilidad, hubieran obtenido una fácil respuesta. Mamá Pozo era sonámbula, y muy cariñosa durante su sonambulismo. Así como en el día era arisca como un gato, y no dejaba que el pobre Matías se acercara a ella (una vez le partió un cucharón de madera en la cabeza, no contenta con dejarle sordo), por la noche se volvía mimosa y abría su caparazón de espinas para ofrecer al viento las rosas de su pasión. Y Matías aspiraba y aspiraba ese perfume...Así, entre dimes y diretes, vino Celso al mundo. Y vive Dios que con él se rompió el molde de los morochos guapos, tanto que ningún viento ardiente prendió ya más en la noche de Matías y Mamá Pozo. Conformáronse, pues, con su hijo, que de las cobijas de la cuna pasó a mozo, pues no tuvo más infancia que un soldado de Roma. A los veinticinco años exponía su belleza consumida tras la barra del bar; su padre había muerto hacía ya tanto que lo recordaba vagamente, como a través de un catalejo vuelto del revés; su madre, en cambio, parecía más joven que su hijo. Y, empeñada como estaba en atacar con su artillería culinaria, acabaría por ser la única habitante de la demarcación de Castiella.

-Otras dos pastelas, madre-gritó el joven en dirección a la cocina.

-¿Blancas o torradas?-inquirió Mamá Pozo.

-Una de cada-respondió su hijo.

Y los efluvios de la cúrcuma y los higos confitados llenaban toda la estancia.

La novia, Mariana, había enflaquecido tanto en aquel cuarto de siglo de plata que cuando se quiso dar cuenta había sacado tela para dos vestidos. Se había hecho una permanente de ondas al agua y se había pintado los enjutos labios muy rojos, cosa llamativa, y que a Mamá Pozo le causó no poca risa porque le parecieron dos pequeños y feos pimientos morrones. Para rematar el inverosímil maquillaje casero, Mariana se había embadurnado los pómulos con terracota amarronada, lo que le daba un cierto aspecto de busto etrusco convidado a su propio banquete. A Mariana, los senos, enormes, inútiles, le colgaban hasta cierta altura entre la cintura y las nalgas. “¿Para que querría semejantes pechos Mariana de Percobán, si no había alimentado con ellos a ningún hijo?”, se preguntaba Mamá Pozo, bien sentada en un sillón alto de mimbre, observando todo igual que si fuera un circo de pulgas, y ella la araña dispuesta a devorarlo. “Yo, al menos, he tenido al mío. Es obligación de toda mujer, aunque las manos del hombre que la toca le resulten nauseabundas”.

Y es que, como todos nosotros, Mamá Pozo tenía un pasado y, para empezar, no se había llamado Mamá Pozo siempre. Nadie en Castiella sabía, por ejemplo, que nació en Rabat y que era hija de un bereber y una pastún. Se había criado en un campamento al aire libre en un oasis verde y azul horadado de pozas de inverosímil profundidad. Tenía un hermano mayor, Ahmed, y una amiga eterna, Yamilah. Ahmed y Yamilah eran casi de la misma edad, por lo que los padres de ambos niños concertaron el matrimonio cuando cumplieron siete años. Entonces Mamá Pozo, que no se llamaba Mamá Pozo, sino Miriam, sintió desgarrado su corazón...quería a Ahmed, pero amaba a Yamilah con una pasión que la asustaba. Las niñas se saludaban naturalmente con un beso en la boca, se bañaban desnudas en las pozas y dormían juntas contando estrellas. Para ellas, el compromiso matrimonial no tenía más importancia que la colección de lagartos disecados de Ahmed. Cuando alcanzaron la pubertad, descubrieron con un espejito cóncavo la delicada rosa de su entrepierna, y durante tres años se dedicaron a gozarla sin que nadie las molestase, lejos, muy lejos de las caravanas y del oasis, en la Cueva del Oso Dormido. Miriam no podía concebir que tamaña felicidad fuera posible.

Mamá Pozo parecía un gorrión desamparado en su pequeñez y en su soledad. Había quien se había apiadado de ella al enviudar a la edad de Cristo, esto es, en la flor de su juventud, cuando todavía podía tomarla Matías aunque fuese arrastrada por una yunta de mulas. En el decir de la gente castiliana, que adoraba los proverbios bíblicos, no era bueno que un hombre estuviera solo y, cuanto más, una mujer. Una mujer que no era bonita, conforme; una mujer que se había dejado la sal y la pimienta a mitad de camino y el alma enterrada en una cuneta. Pero ella era fuerte como el mazo de un almirez de cobre y, cumplida su función biológica de madre, ya poco le importaba si la rondaba macho. Se dejó las mechas blancas de pelo al aire, como imbricadas escarolas, y se cubrió de negro de tal modo que pareciese una pastela torrada. Estaba envenenada por dentro, y quería que todos bebiesen de ese veneno.

La demarcación de Castiella era famosa por sus vinos. El novio de plata, Emilio, poseía unos viñedos de considerable rendimiento en las afueras de Tolois. El vino, un Proto dulzarrón de cinco años, sabía a barrica de roble y sudor de pies y brazos; sabía a Castiella y a sus viejas historias de braceros alquilados por cinco dineros la jornada. Precisamente en estos momentos Emilio, grave, estaba contando una historiella ciertamente luctuosa…

-Yo no me acuso de naide, señores. Pero lo que dicen que vieron en el almacén de Benito de Serte es cosa que no volverá a pasar en mil años. (Bajó el tono de la voz). Ella era estrechita de cintura y espléndida de caderas. Cada mediodía pasaba bamboleándose con un racimo de uva en los labios, provocando. No tenía padre ni marido que le dijera eso de que ir pavoneándose por ahí delante de hombres casados era pecado castigado por la santa madre iglesia. Para más ironia, la niña se llamaba Fe. ¡Fe ciega, errada, señor! Pero él también tuvo la culpa, sí, como es cierto que sale el sol cada día. Roberto Setén, el hijo del viejo Setén, que en gloria esté. Pues Setén hijo era el que menos caso hacía a Fe, y del que ella estaba más encaprichada…

-¿Es esta la misma Fe de Robadar que…?-preguntó Salustio Ortiz, el padrino de la boda.

-Esa misma, pero no me interrumpas, compadre, que me pierdo...¿por dónde iba? Ah, sí, Fe intentaba por todos los medios interesar a Roberto, pero éste era una piedra sin sangre en las venas. Porque la muchacha era bonita. Muy bonita. Todavía me acuerdo de ella, con su carita blanquita y sus ojitos cerrados, cuando la encontraron, ya agonizando…

Ortiz, un hombre de dos metros y dos centímetros (altura que había conseguido a los dieciocho años y ocho meses), prorrumpió en sollozos.

-Fue cosa de todos. Menos de Roberto, claro. Aunque él, con sus desaires, también hizo lo suyo.

Celso rellenó las copas. El aire se había vuelto viciado.

 

1911-1921

Oasis de Al Haman

 

Yo soy muy feliz aquí. ¿Y quién no? Me despierto cada mañana con el piar de los pájaros que vienen a beber a las pozas. El aire es puro y limpio y tengo a Yamilah a mi lado. Ayer me dijeron que, cuando Ahmed y ella sean mayores, se casarían y formarían una familia de caravaneros con camellos e hijos. Pues bien, yo me ataré a la pata de la cama de Ahmed para asegurarme de que no crezca, y si crece me ataré a la pata del camello guía de su caravana. Porque Ahmed es mi hermano de carne y sangre, pero Yamilah es mi hermana eterna...Lo que siento por ella sólo se explica mirando a las estrellas y respirando la brisa del Wadi, la brisa fría de Al Haman. Mi cuerpo palpita, mi corazón se desboca, latiendo desenfrenado, como un tambor de piel de cabra. ¡Ay, pensar en sus ojuelos verdes y rientes, su boca color cereza! ¡Alá todopoderoso, es el ser más hermoso que jamás modelaron tus manos! Pero yo la quiero, sobre todo, porque es buena.

Más allá del Wadi sólo hay arena, y un cielo azul que parece no terminar nunca. Pero sí termina, termina en el mar, en Rabat, la ciudad más grande y alta del mundo. Allí yo nací,  pasé mis primeros años y recibí escuela. De esos años recuerdo sobre todo la figura de mi madre, recia y alta, enfundada en sus sedas amarillas y negras, la tez oculta, las refulgentes pupilas clavadas en el horizonte.

-Acércate a mí, Miriam. Voy a trenzar tu pelo.

Y luego colocaba un velo que sólo dejaba visibles la punta de mi nariz y mis pestañas. Me daba un saquito de papel con una pastela y me mandaba al colegio con muchos aspavientos.

-¡Serás la niña más lista de todo el Wadi!-exclamaba. Y yo sentía el calor de sus mejillas entremezclado con la pequeña bocanada de aire tórrido que salía de la bolsa de la pastela. Y, a mi vez, enrojecí.

-No lo entiendo, madre.

-Ahmed se casará, pero tú has nacido para ser sabia.

-¿Qué es ser sabia?

-Ser sabia es escarbar en el futuro, hija.

-¿Y quién ha dicho que yo he de ser sabia?

-Los otros sabios. Aquellos que escribieron el Libro de los Muertos. La segunda hija nacida en la segunda luna del séptimo siglo. Y no me hagas más preguntas.

De vuelta al Wadi...aquí he olvidado mi sino. Aquí no hay más que presente. Yamilah. Sus manos dulces y sus besos tiernos. Los anocheceres constelados. Ella tiene ocho años, como Ahmed; yo siete, y anoche dormimos juntas por primera vez. Había sido un día de mucho calor; no salimos de las pozas. Ahmed se burlaba porque decía que teníamos miedo al sol y amábamos la luna. Cuando oscureció salimos de las pozas arrugadas como lagartos viejos, y nuestras madres nos riñeron, pero a cambio nos permitieron juntar las colchas en la jaima de Yamilah, y allí nos abrazamos y ella, que es muy cariñosa, me acariciaba tanto que me hacía estremecer. Hay algo de Yamilah en mí, como si se prolongase durante mucho tiempo y a lo largo de muchas leguas, y también sé que hay algo de mí en Yamilah. Nos miramos con tanta intensidad, y hay tanta fuerza en esas miradas, que desvelamos todos los misterios de la creación, porque en ese instante, la creación somos nosotras mismas. Sí, Alá todopoderoso, he dormido junto a Yamilah, sin poder cerrar los ojos.

***

Una corriente de aire sorprendió a los ceremoniantes. Era Onésimo Barrientos, tratante de ganados. Barrigudo y calvo, presentaba solemne sus respetos a Mariana y Emilio bajando el sombrero de ala estrecha, estriado por tantas lluvias que parecía de paja. Mamá Pozo y Celso intercambiaron una rápida mirada, y tan pronto como el cantar del gallo, habíanse puesto sobre la mesa un reluciente conjunto de plato y cubiertos. Se trataba, pues, de un cliente importante. Era el solo suministrador de carne en las posadas y lugares de bien comer de Castiella; no había otra alternativa que mimarlo. Cinco años antes, Barrientos había tratado de hacer el amor a Mamá Pozo, pero la dama, muy digna, declinó la oferta.

-Yo ya no entierro más maridos.

Y aquí paz, y después gloria.

Para quien no conozca las costumbres castilianas, es de rigor decir que la mujer guarda, como promesa inquebrantable, cuatro años de luto y uno de alivio, donde el negro se atreve a mezclarse con algún otro modesto tono, como el blanco o el gris. Pero Mamá Pozo era la mora más mora de la morería. Conforme a mandado musulmán, había guardado cuatro meses de luto por Matías, (a juicio de Mamá Pozo, ese perro judío, siempre en celo, no merecía más), pero guardaría luto hasta el último de sus días sobre la faz de la tierra por Yamilah. El día que llegó la misiva de Ahmed, relatando que ni la niña ni ella habían sobrevivido al parto, Miriam tendía ropa, que de repente se le antojó anormalmente blanca, y supo que estaba entrando en una de sus extrañas visiones. Los paños, manteles y pañoletas se teñían de rojo, y era Mamá Pozo que extraía una gigantesca raíz de árbol de henna y sujeta a ella un recién nacido que se elevaba hacia el cielo, camino del paraíso. Cuando entregaron la carta a Mamá Pozo, ya sabía, línea por línea, su contenido sin necesidad de abrirla. Había escarbado, una vez más, en el futuro, y no había encontrado más que escombros.

-Propongo un brindis por los novios-dijo Onésimo, bullicioso.

Todos, incluida Mamá Pozo, alzaron sus copas. La fila de las letrinas llegaba a la barra. El pastel salado estaba causando estragos.

Los compases de El Danubio azul comenzaron a oírse de fondo. Los dos pimientos rojos formaron una “O” en la boca de Mariana. Hacía esfuerzos por no llorar.

-Fue la música de nuestra boda, ¿verdad, Emilio? ¿Te acuerdas?

-Sí. Parece que fue ayer. Y han pasado veinticinco años. Nada menos que veinticinco años…

En algún lugar de aquella sala, también era el aniversario de alguien, alguien a quien, detrás de la barra, le habían robado la juventud…

Mamá Pozo supo que sería madre justo en el momento en que ella y Yamilah yacieron juntas por primera vez. Estaba segura de que aquellos arrebatos, aquellos gemidos, aquel latir unísono de sus rosas amatorias habían depositado una semilla en el pecho de Jamilah y en el vientre de la joven Miriam. Tenía catorce años; ya estaba acostumbrada a ver a mujeres preñadas pariendo en las jaimas, gritando tan alto que sus berridos los hubiese oído el imán del la mezquita mayor de Rabat. Pero ella no gritaría, no. Su niño era muy pequeño, apenas del tamaño de un grano de trigo, y podía oírlo cuando respiraba suavemente y se tocaba el ombligo con el dedo una, dos, tres veces. Y, cuando las caravanas partieron, y el niño común de Miriam y Jamilah, concebido en la Cueva del Oso después de los mil placeres, no creció como era debido, la muchacha tuvo la certeza de que estaba vivo, que nacería, y que otras tierras con otras gentes lo acogerían. Mamá Pozo, ahí sentadita en su esquina, vigilante, dueña del orbe en la casa de Celso, su casa, gobernando con una vara de madera rematada en cucharón, observaba a su hijo morocho de ojuelos verdes, los mismos que los de Yamilah. Tuvo que recurrir a un hombre y superar su asco y su terror a la verga que le colgaba de la entrepierna, para despertar a Celso el hijo de Miriam y Yamilah. Y ahí estaba, muerto, como su madre Yamilah, como su hermana neonata, como su padre envenenado por una pastela subida de tono.

 

1911-1921

Oasis de Al Haman

Hoy ha venido Yamilah a mi jaima con el viento corriéndole en la boca. A viento sabía su beso, a Sirocco, a pájaros volando en libertad. Estaba tan bonita, con el rubor de la primera mañana, cuando apenas el sol ha despuntado por el fleco del Wadi...su pelo era una madeja multicolor porque Alá la soñó rubia, así que los mechones de sus cabellos sueltan reflejos por allí por donde pasa. El tintineo de sus cadenas me recuerda a alguna música lejana, o a las risas de los delfines cuando se adentran en la costa. El pulso se me acelera y la visión se me nubla. Pero la recibo. Abro las cortinas y la dejo pasar. Y, ceremoniosa, me mira muy seria y me dice, mientras me abraza: “Eres mi vida”. Con esto ella quiere decir que el compromiso matrimonial con Ahmed no cambia lo que siente por mí, pero también que ese compromiso se llevará a cabo y que tendremos que ser consecuentes. Seremos, a partir de entonces, cuñadas, como hermanas. Yamilah deberá respetar a Ahmed y yacer sólo con él. “Me dan escalofríos con sólo pensar que alguien que no seas tú me toque”, dice, sus ojuelos rientes empapados de lágrimas frescas. “Pero yo no puedo, ni quiero ni debo decidir mi destino. Sólo Alá sabe. Sólo Alá es fuerte. Yo soy la tortuga arrastrada por la corriente”. “¿Y por qué no te dejas arrastrar en la buena dirección?”, le pregunto. Ella permanece impasible, pero poco a poco se va desmoronando, hasta caer en mis brazos, donde la reciben docenas, cientos de besos. Ha cumplido ya los trece años y es más alta y redondeada que yo. Sus senos se están desarrollando. Busco el calor de su piel, me pierdo en ella, quiero quedarme para siempre en esos ojos, ser la imagen reflejada por una de sus lágrimas puras, ser de ella o parte de ella...mi madre me dijo en Rabat que nací para ser sabia, y que nunca me casaría. Sé que esto es cierto, porque adivino los pensamientos de Yamilah como si fueran mis propios pensamientos. Como si fuéramos un “yo” dividido. Las caravanas partirán y no, nunca me casaré. Al menos por mi propia voluntad.

El viento granulado que corre hace que no haya nadie en las pozas, así que hoy quiero quedarme en ellas para llorar las palabras de Yamilah. Porque yo sé que partirán las caravanas y no me dejarán ir con ellos. Mis padres quieren que su sabia hija vuelva a Rabat a completar sus estudios. Allí habré de dedicarme a la alquimia o a la Medicina, o a las dos cosas. Leeré muchas manos y desvelaré muchos misterios. Seré respetada y admirada. Pero estaré sola. Aunque yo no quiero un marido. Yo quiero a Yamilah. Yamilah, mi otro yo, aquello que me falta, el ser que me completa, alimento de mi espíritu. Te quiero porque eres yo, yo escindida, gemela o doble. Contigo no es preciso nada más. Sin ti no puedo. ¡Y te van a arrancar de mí! He soñado con la caravana: los hombres azules portean todo lo que hay en el Wadi, hasta dejarlo limpio como el cristal; se desguazan las jaimas, caen las pesadas telas y los objetos de valor son introducidos con cuidado en las carretas. Delante, Ahmed, y junto a él, Yamilah mirando en dirección a un grupito formado por un gran caballo gris y dos mujeres vestidas con niqab negro: mi madre y yo. Un camino, dos direcciones opuestas, dos existencias a partir de entonces arrebatadas una de otra: Yamilah próspera y breve, Miriam larga y amarga.

 

***

 

Miriam seguía alimentando un fuego en su interior, y no pararía hasta obtener su pletórica venganza. Se había burlado del destino escrito en el Libro de los Muertos: apenas aprendidas las nociones más básicas de alquimia, dejó la Madrassa y se convirtió, por su cuenta, en una consumada maestra de perfidia. Practicaba abortos y hacía amarres, y volvía a todo el mundo loco con sus perfumes amatorios, que vendía en una pequeña botica, en cuya trastienda se llevaban a cabo los ceremoniales más macabros. Ninguna autoridad se atrevía, empero, a hacer una redada, ya que pronto se corrió la voz en Rabat de que era una maga poderosa. Y lo era. Todo el amor que atesoraba en su ser se tornó pedernal cuando le llegaron noticias de que Ahmed y Yamilah, ya casados y errantes de un extremo a otro del desierto, esperaban su primer hijo. Aquello no era posible. Solamente podría venir al mundo la pequeña semilla que Miriam guardaba en su interior, en lo más recóndito de su seno, allí a donde sólo ella y Yamilah habían llegado. Por eso, bruja consumada, lanzó un conjuro para que ese hijo, sobrino suyo, no naciera nunca. Alcohol y raíz de henna. ¡Ajá! Infalible…

¡Ay Alá que, en uno de tus bellos dedos, sostienes el orbe divino! ¡Las visiones de un recién nacido elevándose hacia arriba, hacia arriba, sujeto a la raíz de la inicua planta! ¡La misiva de Ahmed!¡Si Miriam hubiera sabido…! ¡Ella, que sólo quería provocar un aborto! ¿Y ahora, Yamilah desangrada, su amiga eterna, la mitad de su alma, evaporada, como un suspiro, y todo por celos...¿No recordaba ya sus últimas palabras, al pie de la jaima, la postrera noche en que unieron sus cuerpos? “Somos una”.

Desde ese momento, Miriam juró castigarse a sí misma eternamente por matar lo único bueno que había tenido. Cerró el tenducho, prendió fuego a sus papeles de identidad y comenzó a llamarse a sí misma Mamá Pozo, el apodo con que la conocía toda Rabat. Y, por primera vez en su vida, rezó para aliviar el cargo de conciencia que le pesaba como un plomo de tres quintales.

Sobre las olas el barco se movía con la parsimonia de una caravana larga como la cuerda de un geómetra. Mamá Pozo observaba la posición de los astros y calculó el tiempo que no parecía transcurrir en segundos, sino en milenios. Un cuarto de luna asomó entre las rocas, y la muchacha, ahora convertida en mujer culpable, recordó una vez más los secretos deleites que guardaba el cuerpo de Yamilah, ahora frío y yermo, su vientre arrasado...Sintió lástima por Ahmed, el marido que adoraba sinceramente a la esposa asignada, tanto que no había tomado ni tomaría a ninguna otra…

Mamá Pozo seguía hablando con la luna, incapaz de dormirse. En cubierta, algún que otro pasajero intercambiaba confidencias. Algunos fumaban. Hacía calima, una calima impropia del mes de abril; era como si el mismo barco los transportase hacia algún sueño. La sensación de irrealidad era tan profunda que dolía. La calima adquirió un tinte rojizo, y después dorado, como el amanecer de la abeja reina en un panal de miel. Y, en el preciso momento en que la miel se deshacía en un haz de luz espectral, se apareció Yamilah.

-Hermana, querida hermana-dijo el fantasma.-Te he estado buscando en el cielo y bajo la tierra. ¿Por qué me rehúyes?

Mamá Pozo sentía como si un bloque de hormigón hubiese unido la lengua a su paladar.

-Hermana, querida hermana-repitió el fantasma.-Te he estado buscando en mi corazón y en tu vientre. ¿Dónde estás?

Mamá Pozo inclinó su estatura hacia atrás para huir de la aparición, pero sus pies no le obedecieron.

-¿Vienes a llevarme contigo?-por fin dijo.

-Amiga, mi sol. Donde yo estoy hace siempre frío. Porque tú me recuerdas con ira, porque tú olvidaste que éramos una. Porque cuando yacimos aquella vez explotó el cosmos una, dos, tres, cuatro y un millar de veces, y yo también quedé preñada de la semilla de nuestro amor. Ahmed fue sólo un instrumento…

-Perdóname…-balbució Mamá Pozo.-Soy un monstruo. Lleváme contigo. Rebáname el cuello con la punta de tus ojos verdes, para que pueda ver la luz del ocaso y sólo haya tinieblas en mi corazón.

Pero la visión se alejaba, se hacía borrosa, y al poco no fue más que un recuerdo que se disolvía en la bruma. El barco llegaba, por fin, a puerto.

No tuvo otro objetivo a partir de entonces Mamá Pozo que ser madre. Hacer germinar la semilla prendida en su vientre, para que así parte de su amor fenecido floreciese y pudiera traer los espíritus niños de Miriam y Yamilah a la vida. Porque pura había sido su historia, hecha de viento, sal y arena, besos en el wadi y abrazos en las pozas. ¡Los grititos de Yamilah en cuanto su piel entraba en contacto con el agua fría! Así de alegres y de limpios eran sus delirios en la Cueva del Oso, antes de los celos, antes del asesinato, antes del pecado.

La franja de tierra a la vista era larga y estrecha, y estaba colmada por árboles chaparros cuajados de redondos frutos parecidos a canicas. De cuando en cuando, las planicies se veían interrumpidas por oteros y montañas descoloridas, como lavadas con lejía. Mamá Pozo juzgó el paisaje feo y, sin más, continuó camino hacia cualquier posada donde pudiera descansar. Lo primero que se encontró, cortando la bruma con las manos, fue un cartel con la siguiente inscripción “Comidas del país”. Mamá Pozo no entendía castiliano, pero sí pudo adivinar por el dibujo de plato y cucharón que había llegado al sitio que buscaba. La noche anterior, última al desembarco de tan largo viaje, había soñado que aquél era el lugar donde hallar al padre putativo de su hijo.

***

Celso andaba enamorado de una zagala del pueblo, Silveria, tan blanca como la leche tibia, con unos ojos pardos que calentaban a cualquier corazón dispuesto a alegrarse. Lo malo es que Silveria era puta, y una puta jamás sería aceptada en la familia por Mamá Pozo. Sin embargo Celso tenía en su antojo a la bella y nunca renunciaba a lo que se le ponía entre ceja y ceja. Así que, cuando terminaba la jornada, siempre iba a visitarla, no necesariamente para refocilarse con ella. A veces tenía gran necesidad de hablar y se quedaban despiertos, vestidos y metidos en la cama, conversando sobre todo y nada. Lo cierto es que Celso tenía un sueño: ir al desierto y llevar con él a Silveria. La vida en caravana le atraía enormemente, y el hecho de que Silveria pudiera comenzar de nuevo, con una nueva identidad, con una nueva singladura, le llenaba de gozo. Quería apartarse de Mamá Pozo antes de que ésta le amargara la pastela también, como a Matías. Pero, mientras Celso abrazaba a Silveria en las noches de frío, presentía que había llegado tarde, como tarde había llegado Mamá Pozo a la felicidad. Celso se preguntaba por qué desde que la conocía andaba siempre mohína. Matías había sido un padre y un esposo amantísimo, sin un defecto (uno sí, querer a aquella arpía de dientes puntiagudos).

La noche de la huida no fue capaz de dejar una simple nota, pero pensó: “ahí te pudras con tus pastelas”. Y lo deseó tanto que mientras embarcaba en la madrugada con Silveria hacia ninguna parte, Mamá Pozo reventaba de dolor de tripas, justo por encima de la rosa amatoria con que había impregnado a Yamilah de la hija muerta, muertas esperanzas, huido el hijo de ambas, y terrible noche sin luna para Miriam, sola, las grandes bolas de los ojos despavoridos.

Así es como se paga la amargura y se cobra el dolor por un amor perdido. Perdido para siempre...

 



Imagen cortesía de pixaby.com

martes, 22 de mayo de 2018

Fénix

Hace tanto tiempo que no te escribo...
¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras?
De seguro ya me has olvidado,
El beso de tu frente, ardiente fénix
Y el inmerecido abrazo de cada noche
¡Cómo yo deseaba tu muerte, partido por el rayo, herido y conmovido¡
Fui tu carcelera durante cinco largos años
Pan y agua tu rancho, y una acusación que no se atreven a pronunciar estos labios. Mi ira tornábase en humildad cuando te mirabas en el espejo. ¡Éramos hermanos, hermanos, y habíamos cometido un delito abominable, ¡incesto! Y el pobre tullido, nuestro hijo, coronado de jorobas y penachos de pluma, se ocultaba en la bruma para no ser visto. Es un ser repelente (tiene tus ojos, tus manos, tu frente, pero de pecho para abajo, es un deshecho...)
Hace tanto tiempo que no te escribo...

jueves, 17 de mayo de 2018

El universo es dicha

¡Qué dulce es caminar entre la espesura¡
Algo brilla al fondo, señalando el final del sendero.
No hay nadie ya, todos se fueron,
Y quedo yo, anhelante.
¿Por qué no vienes?
No hay nada que temer. Será nuestra isla.
Una nube de lluvia pasa, después el horizonte es calmo. Como por ensalmo el viento se mueve, y el universo es dicha.

jueves, 3 de mayo de 2018

Roman du paradis II

Por fin mi alma inquieta
Recupera la calma,
Y en la serenidad que viene
Todo el universo se contiene.
Siento la alegría de la fiesta
Y los cornetines que suenan
Anunciando campanadas de gloria.
El cielo me acaricia la frente
Y de repente tomo la pluma
Que solía ser cruel cuando te amaba.
Ahora es toda dicha
Aunque me duela
Aunque sangre.
Miro enrojecerse la tarde
Y de nuevo parto a horizontes viejos.
A lo lejos...

martes, 1 de mayo de 2018

Trovadora

Es lo que era
Y es lo que soy
Una puta trovadora
La violadora del verso
Y mientras esto escribo
Dejo al frío entrar
Para temblar
Y digo adiós al miedo
Sonrío...
Muero de frío
Y en mis labios sellados
Cerúleos, inmaculados,
Permanente encina
Sobre el horizonte violeta,
Cetrina filosofía,
Eternidad...

viernes, 20 de abril de 2018

Big Bang

Explosión de materia ignífuga
Hoy quiero volver a la verdad 
Tengo un peso en mis hombros
Y un frío en mi pecho.
Bajo un árbol enterrada, mi alma.
Haré que se libere
Abriendo paso a dentelladas.
Ya no me valen mariposas
Ni belleza del mundo:
Los guerreros de la luz abren
Rendijas de claridad en lo oscuro