En la casa de Cerrillo, la de Celso, se celebraban las bodas
de plata de Emilio y Mariana. El vino espumoso corría como un río; los
suculentos lechones hacían las delicias de chicos y grandes, y la tarta salada
de Mamá Pozo ponía el punto marcial a los convidados, que salían desfilando a
hacer sus necesidades cuan largas eran sus zancas. Sin embargo, valía la pena
pasar por los dolores de tripa y los nudos de aire en el corazón, porque la
tarta salada de Mamá Pozo era simplemente deliciosa. Sus ingredientes
permanecían en el secreto de los confitados tártaros y de las cremas
pasteleras. Mamá Pozo era un genio, y ya. Un genio malvado, porque provocaba
gases y nubes de metano no más se juntara un grupito de parroquianos en la casa
de Cerrillo. Y es que ella tenía muy buenas manos y muy malas artes.
Mamá Pozo no era nativa de aquellas tierras, pero llevaba
viviendo en ellas dos generaciones. Su llegada fue todo un misterio; los más
viejos recordaban cómo una muchacha de ojos vivarachos y tez cetrina entró en
la Casa de Cerrillo e intercambió unas palabras con el padre de Celso, Matías.
Parece que se entendían en un dialecto árabe que Matías había aprendido en las
guerras antiguas, cuando las únicas armas posibles eran palos y piedras, que volaban
y revolaban de uno a otro campamento enemigo. Matías colocó a Mamá Pozo en la
trastienda, no fueran a robársela, porque se enamoró un poco de ella nada más
verla. Y ya nunca quiso separarse de ella aunque la mayor caricia que recibió
de aquella novia extraña y como hecha a cincel fue una bofetada que le dejó
medio sordo del oído derecho.
Si los parroquianos de la casa de Cerrillo se hubieran
preguntado cómo Celso fue concebido en tales condiciones de hostilidad,
hubieran obtenido una fácil respuesta. Mamá Pozo era sonámbula, y muy cariñosa
durante su sonambulismo. Así como en el día era arisca como un gato, y no
dejaba que el pobre Matías se acercara a ella (una vez le partió un cucharón de
madera en la cabeza, no contenta con dejarle sordo), por la noche se volvía
mimosa y abría su caparazón de espinas para ofrecer al viento las rosas de su
pasión. Y Matías aspiraba y aspiraba ese perfume...Así, entre dimes y diretes,
vino Celso al mundo. Y vive Dios que con él se rompió el molde de los morochos
guapos, tanto que ningún viento ardiente prendió ya más en la noche de Matías y
Mamá Pozo. Conformáronse, pues, con su hijo, que de las cobijas de la cuna pasó
a mozo, pues no tuvo más infancia que un soldado de Roma. A los veinticinco
años exponía su belleza consumida tras la barra del bar; su padre había muerto
hacía ya tanto que lo recordaba vagamente, como a través de un catalejo vuelto
del revés; su madre, en cambio, parecía más joven que su hijo. Y, empeñada como
estaba en atacar con su artillería culinaria, acabaría por ser la única
habitante de la demarcación de Castiella.
-Otras dos pastelas, madre-gritó el joven en dirección a la
cocina.
-¿Blancas o torradas?-inquirió Mamá Pozo.
-Una de cada-respondió su hijo.
Y los efluvios de la cúrcuma y los higos confitados llenaban
toda la estancia.
La novia, Mariana, había enflaquecido tanto en aquel cuarto
de siglo de plata que cuando se quiso dar cuenta había sacado tela para dos
vestidos. Se había hecho una permanente de ondas al agua y se había pintado los
enjutos labios muy rojos, cosa llamativa, y que a Mamá Pozo le causó no poca
risa porque le parecieron dos pequeños y feos pimientos morrones. Para rematar
el inverosímil maquillaje casero, Mariana se había embadurnado los pómulos con
terracota amarronada, lo que le daba un cierto aspecto de busto etrusco
convidado a su propio banquete. A Mariana, los senos, enormes, inútiles, le
colgaban hasta cierta altura entre la cintura y las nalgas. “¿Para que querría
semejantes pechos Mariana de Percobán, si no había alimentado con ellos a
ningún hijo?”, se preguntaba Mamá Pozo, bien sentada en un sillón alto de
mimbre, observando todo igual que si fuera un circo de pulgas, y ella la araña
dispuesta a devorarlo. “Yo, al menos, he tenido al mío. Es obligación de toda
mujer, aunque las manos del hombre que la toca le resulten nauseabundas”.
Y es que, como todos nosotros, Mamá Pozo tenía un pasado y,
para empezar, no se había llamado Mamá Pozo siempre. Nadie en Castiella sabía,
por ejemplo, que nació en Rabat y que era hija de un bereber y una pastún. Se
había criado en un campamento al aire libre en un oasis verde y azul horadado
de pozas de inverosímil profundidad. Tenía un hermano mayor, Ahmed, y una amiga
eterna, Yamilah. Ahmed y Yamilah eran casi de la misma edad, por lo que los
padres de ambos niños concertaron el matrimonio cuando cumplieron siete años.
Entonces Mamá Pozo, que no se llamaba Mamá Pozo, sino Miriam, sintió desgarrado
su corazón...quería a Ahmed, pero amaba a Yamilah con una pasión que la
asustaba. Las niñas se saludaban naturalmente con un beso en la boca, se
bañaban desnudas en las pozas y dormían juntas contando estrellas. Para ellas,
el compromiso matrimonial no tenía más importancia que la colección de lagartos
disecados de Ahmed. Cuando alcanzaron la pubertad, descubrieron con un espejito
cóncavo la delicada rosa de su entrepierna, y durante tres años se dedicaron a
gozarla sin que nadie las molestase, lejos, muy lejos de las caravanas y del
oasis, en la Cueva del Oso Dormido. Miriam no podía concebir que tamaña
felicidad fuera posible.
Mamá Pozo parecía un gorrión desamparado en su pequeñez y en
su soledad. Había quien se había apiadado de ella al enviudar a la edad de
Cristo, esto es, en la flor de su juventud, cuando todavía podía tomarla Matías
aunque fuese arrastrada por una yunta de mulas. En el decir de la gente
castiliana, que adoraba los proverbios bíblicos, no era bueno que un hombre
estuviera solo y, cuanto más, una mujer. Una mujer que no era bonita, conforme;
una mujer que se había dejado la sal y la pimienta a mitad de camino y el alma
enterrada en una cuneta. Pero ella era fuerte como el mazo de un almirez de
cobre y, cumplida su función biológica de madre, ya poco le importaba si la
rondaba macho. Se dejó las mechas blancas de pelo al aire, como imbricadas
escarolas, y se cubrió de negro de tal modo que pareciese una pastela torrada.
Estaba envenenada por dentro, y quería que todos bebiesen de ese veneno.
La demarcación de Castiella era famosa por sus vinos. El
novio de plata, Emilio, poseía unos viñedos de considerable rendimiento en las
afueras de Tolois. El vino, un Proto dulzarrón de cinco años, sabía a barrica
de roble y sudor de pies y brazos; sabía a Castiella y a sus viejas historias
de braceros alquilados por cinco dineros la jornada. Precisamente en estos
momentos Emilio, grave, estaba contando una historiella ciertamente
luctuosa…
-Yo no me acuso de naide, señores. Pero lo que dicen
que vieron en el almacén de Benito de Serte es cosa que no volverá a pasar en
mil años. (Bajó el tono de la voz). Ella era estrechita de cintura y espléndida
de caderas. Cada mediodía pasaba bamboleándose con un racimo de uva en los
labios, provocando. No tenía padre ni marido que le dijera eso de que ir
pavoneándose por ahí delante de hombres casados era pecado castigado por la
santa madre iglesia. Para más ironia, la niña se llamaba Fe. ¡Fe ciega,
errada, señor! Pero él también tuvo la culpa, sí, como es cierto que sale el
sol cada día. Roberto Setén, el hijo del viejo Setén, que en gloria esté. Pues
Setén hijo era el que menos caso hacía a Fe, y del que ella estaba más
encaprichada…
-¿Es esta la misma Fe de Robadar que…?-preguntó Salustio
Ortiz, el padrino de la boda.
-Esa misma, pero no me interrumpas, compadre, que me
pierdo...¿por dónde iba? Ah, sí, Fe intentaba por todos los medios interesar a
Roberto, pero éste era una piedra sin sangre en las venas. Porque la muchacha
era bonita. Muy bonita. Todavía me acuerdo de ella, con su carita blanquita y
sus ojitos cerrados, cuando la encontraron, ya agonizando…
Ortiz, un hombre de dos metros y dos centímetros (altura que
había conseguido a los dieciocho años y ocho meses), prorrumpió en sollozos.
-Fue cosa de todos. Menos de Roberto, claro. Aunque él, con
sus desaires, también hizo lo suyo.
Celso rellenó las copas. El aire se había vuelto viciado.
1911-1921
Oasis
de Al Haman
Yo soy muy feliz aquí. ¿Y quién no? Me despierto cada mañana
con el piar de los pájaros que vienen a beber a las pozas. El aire es puro y
limpio y tengo a Yamilah a mi lado. Ayer me dijeron que, cuando Ahmed y ella
sean mayores, se casarían y formarían una familia de caravaneros con camellos e
hijos. Pues bien, yo me ataré a la pata de la cama de Ahmed para asegurarme de
que no crezca, y si crece me ataré a la pata del camello guía de su caravana.
Porque Ahmed es mi hermano de carne y sangre, pero Yamilah es mi hermana
eterna...Lo que siento por ella sólo se explica mirando a las estrellas y
respirando la brisa del Wadi, la brisa fría de Al Haman. Mi cuerpo palpita, mi
corazón se desboca, latiendo desenfrenado, como un tambor de piel de cabra.
¡Ay, pensar en sus ojuelos verdes y rientes, su boca color cereza! ¡Alá
todopoderoso, es el ser más hermoso que jamás modelaron tus manos! Pero yo la
quiero, sobre todo, porque es buena.
Más allá del Wadi sólo hay arena, y un cielo azul que parece
no terminar nunca. Pero sí termina, termina en el mar, en Rabat, la ciudad más
grande y alta del mundo. Allí yo nací,
pasé mis primeros años y recibí escuela. De esos años recuerdo sobre
todo la figura de mi madre, recia y alta, enfundada en sus sedas amarillas y
negras, la tez oculta, las refulgentes pupilas clavadas en el horizonte.
-Acércate a mí, Miriam. Voy a trenzar tu pelo.
Y luego colocaba un velo que sólo dejaba visibles la punta de
mi nariz y mis pestañas. Me daba un saquito de papel con una pastela y me
mandaba al colegio con muchos aspavientos.
-¡Serás la niña más lista de todo el Wadi!-exclamaba. Y yo
sentía el calor de sus mejillas entremezclado con la pequeña bocanada de aire
tórrido que salía de la bolsa de la pastela. Y, a mi vez, enrojecí.
-No lo entiendo, madre.
-Ahmed se casará, pero tú has nacido para ser sabia.
-¿Qué es ser sabia?
-Ser sabia es escarbar en el futuro, hija.
-¿Y quién ha dicho que yo he de ser sabia?
-Los otros sabios. Aquellos que escribieron el Libro de los
Muertos. La segunda hija nacida en la segunda luna del séptimo siglo. Y no me
hagas más preguntas.
De vuelta al Wadi...aquí he olvidado mi sino. Aquí no hay más
que presente. Yamilah. Sus manos dulces y sus besos tiernos. Los anocheceres
constelados. Ella tiene ocho años, como Ahmed; yo siete, y anoche dormimos
juntas por primera vez. Había sido un día de mucho calor; no salimos de las
pozas. Ahmed se burlaba porque decía que teníamos miedo al sol y amábamos la
luna. Cuando oscureció salimos de las pozas arrugadas como lagartos viejos, y
nuestras madres nos riñeron, pero a cambio nos permitieron juntar las colchas
en la jaima de Yamilah, y allí nos abrazamos y ella, que es muy cariñosa, me
acariciaba tanto que me hacía estremecer. Hay algo de Yamilah en mí, como si se
prolongase durante mucho tiempo y a lo largo de muchas leguas, y también sé que
hay algo de mí en Yamilah. Nos miramos con tanta intensidad, y hay tanta fuerza
en esas miradas, que desvelamos todos los misterios de la creación, porque en
ese instante, la creación somos nosotras mismas. Sí, Alá todopoderoso, he
dormido junto a Yamilah, sin poder cerrar los ojos.
***
Una corriente de aire sorprendió a los ceremoniantes. Era
Onésimo Barrientos, tratante de ganados. Barrigudo y calvo, presentaba solemne
sus respetos a Mariana y Emilio bajando el sombrero de ala estrecha, estriado
por tantas lluvias que parecía de paja. Mamá Pozo y Celso intercambiaron una
rápida mirada, y tan pronto como el cantar del gallo, habíanse puesto sobre la
mesa un reluciente conjunto de plato y cubiertos. Se trataba, pues, de un
cliente importante. Era el solo suministrador de carne en las posadas y lugares
de bien comer de Castiella; no había otra alternativa que mimarlo. Cinco años
antes, Barrientos había tratado de hacer el amor a Mamá Pozo, pero la dama, muy
digna, declinó la oferta.
-Yo ya no entierro más maridos.
Y aquí paz, y después gloria.
Para quien no conozca las costumbres castilianas, es de rigor
decir que la mujer guarda, como promesa inquebrantable, cuatro años de luto y
uno de alivio, donde el negro se atreve a mezclarse con algún otro modesto
tono, como el blanco o el gris. Pero Mamá Pozo era la mora más mora de la
morería. Conforme a mandado musulmán, había guardado cuatro meses de luto por
Matías, (a juicio de Mamá Pozo, ese perro judío, siempre en celo, no merecía
más), pero guardaría luto hasta el último de sus días sobre la faz de la tierra
por Yamilah. El día que llegó la misiva de Ahmed, relatando que ni la niña ni
ella habían sobrevivido al parto, Miriam tendía ropa, que de repente se le
antojó anormalmente blanca, y supo que estaba entrando en una de sus extrañas
visiones. Los paños, manteles y pañoletas se teñían de rojo, y era Mamá Pozo
que extraía una gigantesca raíz de árbol de henna y sujeta a ella un
recién nacido que se elevaba hacia el cielo, camino del paraíso. Cuando
entregaron la carta a Mamá Pozo, ya sabía, línea por línea, su contenido sin
necesidad de abrirla. Había escarbado, una vez más, en el futuro, y no había
encontrado más que escombros.
-Propongo un brindis por los novios-dijo Onésimo, bullicioso.
Todos, incluida Mamá Pozo, alzaron sus copas. La fila de las
letrinas llegaba a la barra. El pastel salado estaba causando estragos.
Los compases de El Danubio azul comenzaron a oírse de
fondo. Los dos pimientos rojos formaron una “O” en la boca de Mariana. Hacía
esfuerzos por no llorar.
-Fue la música de nuestra boda, ¿verdad, Emilio? ¿Te
acuerdas?
-Sí. Parece que fue ayer. Y han pasado veinticinco años. Nada
menos que veinticinco años…
En algún lugar de aquella sala, también era el aniversario de
alguien, alguien a quien, detrás de la barra, le habían robado la juventud…
Mamá Pozo supo que sería madre justo en el momento en que
ella y Yamilah yacieron juntas por primera vez. Estaba segura de que aquellos
arrebatos, aquellos gemidos, aquel latir unísono de sus rosas amatorias habían
depositado una semilla en el pecho de Jamilah y en el vientre de la joven
Miriam. Tenía catorce años; ya estaba acostumbrada a ver a mujeres preñadas
pariendo en las jaimas, gritando tan alto que sus berridos los hubiese oído el
imán del la mezquita mayor de Rabat. Pero ella no gritaría, no. Su niño era muy
pequeño, apenas del tamaño de un grano de trigo, y podía oírlo cuando respiraba
suavemente y se tocaba el ombligo con el dedo una, dos, tres veces. Y, cuando
las caravanas partieron, y el niño común de Miriam y Jamilah, concebido en la
Cueva del Oso después de los mil placeres, no creció como era debido, la
muchacha tuvo la certeza de que estaba vivo, que nacería, y que otras tierras
con otras gentes lo acogerían. Mamá Pozo, ahí sentadita en su esquina,
vigilante, dueña del orbe en la casa de Celso, su casa, gobernando con una vara
de madera rematada en cucharón, observaba a su hijo morocho de ojuelos verdes,
los mismos que los de Yamilah. Tuvo que recurrir a un hombre y superar su asco
y su terror a la verga que le colgaba de la entrepierna, para despertar a Celso
el hijo de Miriam y Yamilah. Y ahí estaba, muerto, como su madre Yamilah, como
su hermana neonata, como su padre envenenado por una pastela subida de tono.
1911-1921
Oasis
de Al Haman
Hoy ha venido Yamilah a mi jaima con el viento corriéndole en
la boca. A viento sabía su beso, a Sirocco, a pájaros volando en libertad.
Estaba tan bonita, con el rubor de la primera mañana, cuando apenas el sol ha
despuntado por el fleco del Wadi...su pelo era una madeja multicolor porque Alá
la soñó rubia, así que los mechones de sus cabellos sueltan reflejos por allí
por donde pasa. El tintineo de sus cadenas me recuerda a alguna música lejana,
o a las risas de los delfines cuando se adentran en la costa. El pulso se me
acelera y la visión se me nubla. Pero la recibo. Abro las cortinas y la dejo
pasar. Y, ceremoniosa, me mira muy seria y me dice, mientras me abraza: “Eres
mi vida”. Con esto ella quiere decir que el compromiso matrimonial con Ahmed no
cambia lo que siente por mí, pero también que ese compromiso se llevará a cabo
y que tendremos que ser consecuentes. Seremos, a partir de entonces, cuñadas,
como hermanas. Yamilah deberá respetar a Ahmed y yacer sólo con él. “Me dan
escalofríos con sólo pensar que alguien que no seas tú me toque”, dice, sus
ojuelos rientes empapados de lágrimas frescas. “Pero yo no puedo, ni quiero ni
debo decidir mi destino. Sólo Alá sabe. Sólo Alá es fuerte. Yo soy la tortuga
arrastrada por la corriente”. “¿Y por qué no te dejas arrastrar en la buena
dirección?”, le pregunto. Ella permanece impasible, pero poco a poco se va
desmoronando, hasta caer en mis brazos, donde la reciben docenas, cientos de
besos. Ha cumplido ya los trece años y es más alta y redondeada que yo. Sus
senos se están desarrollando. Busco el calor de su piel, me pierdo en ella,
quiero quedarme para siempre en esos ojos, ser la imagen reflejada por una de
sus lágrimas puras, ser de ella o parte de ella...mi madre me dijo en Rabat que
nací para ser sabia, y que nunca me casaría. Sé que esto es cierto, porque
adivino los pensamientos de Yamilah como si fueran mis propios pensamientos.
Como si fuéramos un “yo” dividido. Las caravanas partirán y no, nunca me
casaré. Al menos por mi propia voluntad.
El viento granulado que corre hace que no haya nadie en las
pozas, así que hoy quiero quedarme en ellas para llorar las palabras de
Yamilah. Porque yo sé que partirán las caravanas y no me dejarán ir con ellos.
Mis padres quieren que su sabia hija vuelva a Rabat a completar sus estudios.
Allí habré de dedicarme a la alquimia o a la Medicina, o a las dos cosas. Leeré
muchas manos y desvelaré muchos misterios. Seré respetada y admirada. Pero
estaré sola. Aunque yo no quiero un marido. Yo quiero a Yamilah. Yamilah, mi
otro yo, aquello que me falta, el ser que me completa, alimento de mi espíritu.
Te quiero porque eres yo, yo escindida, gemela o doble. Contigo no es preciso
nada más. Sin ti no puedo. ¡Y te van a arrancar de mí! He soñado con la
caravana: los hombres azules portean todo lo que hay en el Wadi, hasta dejarlo
limpio como el cristal; se desguazan las jaimas, caen las pesadas telas y los
objetos de valor son introducidos con cuidado en las carretas. Delante, Ahmed,
y junto a él, Yamilah mirando en dirección a un grupito formado por un gran
caballo gris y dos mujeres vestidas con niqab negro: mi madre y yo. Un
camino, dos direcciones opuestas, dos existencias a partir de entonces
arrebatadas una de otra: Yamilah próspera y breve, Miriam larga y amarga.
***
Miriam seguía alimentando un fuego en su interior, y no
pararía hasta obtener su pletórica venganza. Se había burlado del destino
escrito en el Libro de los Muertos: apenas aprendidas las nociones más básicas
de alquimia, dejó la Madrassa y se convirtió, por su cuenta, en una consumada
maestra de perfidia. Practicaba abortos y hacía amarres, y volvía a todo el
mundo loco con sus perfumes amatorios, que vendía en una pequeña botica, en
cuya trastienda se llevaban a cabo los ceremoniales más macabros. Ninguna
autoridad se atrevía, empero, a hacer una redada, ya que pronto se corrió la
voz en Rabat de que era una maga poderosa. Y lo era. Todo el amor que atesoraba
en su ser se tornó pedernal cuando le llegaron noticias de que Ahmed y Yamilah,
ya casados y errantes de un extremo a otro del desierto, esperaban su primer
hijo. Aquello no era posible. Solamente podría venir al mundo la pequeña
semilla que Miriam guardaba en su interior, en lo más recóndito de su seno,
allí a donde sólo ella y Yamilah habían llegado. Por eso, bruja consumada,
lanzó un conjuro para que ese hijo, sobrino suyo, no naciera nunca. Alcohol y
raíz de henna. ¡Ajá! Infalible…
¡Ay Alá que, en uno de tus bellos dedos, sostienes el orbe
divino! ¡Las visiones de un recién nacido elevándose hacia arriba, hacia
arriba, sujeto a la raíz de la inicua planta! ¡La misiva de Ahmed!¡Si Miriam
hubiera sabido…! ¡Ella, que sólo quería provocar un aborto! ¿Y ahora, Yamilah
desangrada, su amiga eterna, la mitad de su alma, evaporada, como un suspiro, y
todo por celos...¿No recordaba ya sus últimas palabras, al pie de la jaima, la
postrera noche en que unieron sus cuerpos? “Somos una”.
Desde ese momento, Miriam juró castigarse a sí misma
eternamente por matar lo único bueno que había tenido. Cerró el tenducho,
prendió fuego a sus papeles de identidad y comenzó a llamarse a sí misma Mamá
Pozo, el apodo con que la conocía toda Rabat. Y, por primera vez en su vida,
rezó para aliviar el cargo de conciencia que le pesaba como un plomo de tres
quintales.
Sobre las olas el barco se movía con la parsimonia de una
caravana larga como la cuerda de un geómetra. Mamá Pozo observaba la posición
de los astros y calculó el tiempo que no parecía transcurrir en segundos, sino
en milenios. Un cuarto de luna asomó entre las rocas, y la muchacha, ahora
convertida en mujer culpable, recordó una vez más los secretos deleites que
guardaba el cuerpo de Yamilah, ahora frío y yermo, su vientre arrasado...Sintió
lástima por Ahmed, el marido que adoraba sinceramente a la esposa asignada,
tanto que no había tomado ni tomaría a ninguna otra…
Mamá Pozo seguía hablando con la luna, incapaz de dormirse.
En cubierta, algún que otro pasajero intercambiaba confidencias. Algunos
fumaban. Hacía calima, una calima impropia del mes de abril; era como si el
mismo barco los transportase hacia algún sueño. La sensación de irrealidad era
tan profunda que dolía. La calima adquirió un tinte rojizo, y después dorado,
como el amanecer de la abeja reina en un panal de miel. Y, en el preciso
momento en que la miel se deshacía en un haz de luz espectral, se apareció
Yamilah.
-Hermana, querida hermana-dijo el fantasma.-Te he estado
buscando en el cielo y bajo la tierra. ¿Por qué me rehúyes?
Mamá Pozo sentía como si un bloque de hormigón hubiese unido
la lengua a su paladar.
-Hermana, querida hermana-repitió el fantasma.-Te he estado
buscando en mi corazón y en tu vientre. ¿Dónde estás?
Mamá Pozo inclinó su estatura hacia atrás para huir de la
aparición, pero sus pies no le obedecieron.
-¿Vienes a llevarme contigo?-por fin dijo.
-Amiga, mi sol. Donde yo estoy hace siempre frío. Porque tú
me recuerdas con ira, porque tú olvidaste que éramos una. Porque cuando yacimos
aquella vez explotó el cosmos una, dos, tres, cuatro y un millar de veces, y yo
también quedé preñada de la semilla de nuestro amor. Ahmed fue sólo un
instrumento…
-Perdóname…-balbució Mamá Pozo.-Soy un monstruo. Lleváme
contigo. Rebáname el cuello con la punta de tus ojos verdes, para que pueda ver
la luz del ocaso y sólo haya tinieblas en mi corazón.
Pero la visión se alejaba, se hacía borrosa, y al poco no fue
más que un recuerdo que se disolvía en la bruma. El barco llegaba, por fin, a
puerto.
No tuvo otro objetivo a partir de entonces Mamá Pozo que ser
madre. Hacer germinar la semilla prendida en su vientre, para que así parte de
su amor fenecido floreciese y pudiera traer los espíritus niños de Miriam y Yamilah
a la vida. Porque pura había sido su historia, hecha de viento, sal y arena,
besos en el wadi y abrazos en las pozas. ¡Los grititos de Yamilah en cuanto su
piel entraba en contacto con el agua fría! Así de alegres y de limpios eran sus
delirios en la Cueva del Oso, antes de los celos, antes del asesinato, antes
del pecado.
La franja de tierra a la vista era larga y estrecha, y estaba
colmada por árboles chaparros cuajados de redondos frutos parecidos a canicas.
De cuando en cuando, las planicies se veían interrumpidas por oteros y montañas
descoloridas, como lavadas con lejía. Mamá Pozo juzgó el paisaje feo y, sin
más, continuó camino hacia cualquier posada donde pudiera descansar. Lo primero
que se encontró, cortando la bruma con las manos, fue un cartel con la
siguiente inscripción “Comidas del país”. Mamá Pozo no entendía castiliano,
pero sí pudo adivinar por el dibujo de plato y cucharón que había llegado al
sitio que buscaba. La noche anterior, última al desembarco de tan largo viaje,
había soñado que aquél era el lugar donde hallar al padre putativo de su hijo.
***
Celso andaba enamorado de una zagala del pueblo, Silveria,
tan blanca como la leche tibia, con unos ojos pardos que calentaban a cualquier
corazón dispuesto a alegrarse. Lo malo es que Silveria era puta, y una puta
jamás sería aceptada en la familia por Mamá Pozo. Sin embargo Celso tenía en su
antojo a la bella y nunca renunciaba a lo que se le ponía entre ceja y ceja.
Así que, cuando terminaba la jornada, siempre iba a visitarla, no necesariamente
para refocilarse con ella. A veces tenía gran necesidad de hablar y se quedaban
despiertos, vestidos y metidos en la cama, conversando sobre todo y nada. Lo
cierto es que Celso tenía un sueño: ir al desierto y llevar con él a Silveria.
La vida en caravana le atraía enormemente, y el hecho de que Silveria pudiera
comenzar de nuevo, con una nueva identidad, con una nueva singladura, le
llenaba de gozo. Quería apartarse de Mamá Pozo antes de que ésta le amargara la
pastela también, como a Matías. Pero, mientras Celso abrazaba a Silveria en las
noches de frío, presentía que había llegado tarde, como tarde había llegado
Mamá Pozo a la felicidad. Celso se preguntaba por qué desde que la conocía
andaba siempre mohína. Matías había sido un padre y un esposo amantísimo, sin
un defecto (uno sí, querer a aquella arpía de dientes puntiagudos).
La noche de la huida no fue capaz de dejar una simple nota,
pero pensó: “ahí te pudras con tus pastelas”. Y lo deseó tanto que mientras
embarcaba en la madrugada con Silveria hacia ninguna parte, Mamá Pozo reventaba
de dolor de tripas, justo por encima de la rosa amatoria con que había
impregnado a Yamilah de la hija muerta, muertas esperanzas, huido el hijo de
ambas, y terrible noche sin luna para Miriam, sola, las grandes bolas de los
ojos despavoridos.
Así es como se paga la amargura y se cobra el dolor por un
amor perdido. Perdido para siempre...
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